Escribe:
Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Algunos dicen que fue Victorino de Jesús Herrera, dueño de la antigua estancia Ischigualasto, allá por 1943. Otros, que fue el periodista Rogelio Díaz Costa, eterno enamorado del lugar, a fines de la década del ‘60. Sea quien fuere, acertó: Valle de la Luna, le puso. Y la verdad, es que todo en este lugar hace honor al bautismo. Paisajes de cráteres y raras formaciones. Inmensidad plena, sensación de desarraigo. Belleza, belleza en su más puro significado. Al fondo, las cadenas montañosas nos arrancan la ilusión: estamos en el planeta tierra. Cerca de la cordillera, en el Parque Ischigualasto, San Juan. El espejismo terminó ¿o recién comienza?
El Valle de la Luna parece obra de un genio del diseño al aire libre, donde cada cosa fue puesta en su lugar para deleite del visitante. Pero no. Nunca tan lejos. Todo aquí ha sido acción de la naturaleza, del andar de los siglos y sus caprichos. Lluvia, viento, erosión. Ubicado al centro-este de la provincia cuyana, cerquita del límite con La Rioja, el Parque Ischigualasto resguarda aquellas creaciones y las ofrece al hombre tal cual las encontró. Sólo le ha agregado un camino. El viajero se da por aludido y, subiéndose al automóvil, comienza a recorrer las bondades de un sitio único.
Serán 40 kilómetros de gratitud. Una decena de paradas en el medio, para ver de cerca algunas de las más extrañas formaciones rocosas que existan sobre el suelo terráqueo. Entre cada posta, el sinfín de majestuosas visuales del Valle y sus portentos. Un guía acompaña a la caravana de 10 autos, ayudando a explicar e interpretar lo que los ojos no quieren creer.
Paso a paso
La primera parada del circuito se llama El Gusano. La enorme piedra habla con sus rasgos: cada una de las franjas que posee cuenta una parte de la historia del planeta. El guía explica: este punto inicial es un ejemplo del Triásico Medio. Durante tres horas, llenaremos las alforjas de conocimiento sobre períodos geológicos. También de enseñanzas sobre la vida de los dinosaurios, quienes se desarrollaron aquí como en pocas partes del globo.
Después vendrá la travesía por la Formación Los Rastros y, de inmediato, el arribo a “El Balcón del Valle Pintado”. Desde ese mirador, se aprecia con claridad la Formación Ischigualasto. En cierto sentido, aquí radica la esencia del Parque: un suave cañón en el que especies de dunas de piedra multicolor consagran su espectáculo.
Luego de pasar por “Los Vagones”, al itinerario lo marca la célebre Cancha de Bochas. Los autos se frenan y una breve caminata culmina con el encuentro cercano con estas rocas, perfectamente redondeadas, misteriosas y atrayentes por igual. Antes, se puede apreciar La Esfinge, especie de montículo que, sin dudas, se asemeja a las estatuas que los egipcios le dedicaban a dioses y emperadores.
Ya en la última parte de la excursión, las siluetas de El Submarino y El Hongo siguen haciéndonos caer en cuenta respecto del paso de los milenios. Sobre el final, es momento de apreciar los sedimentos más jóvenes. La Formación Los Colorados determina la despedida. Pertenecen al Triásico Superior Alto y tienen 200 millones de años de edad. La peculiaridad de la misma también está en los colores: rojo constante vigoriza los altos paredones.
Se termina la vuelta y quedan ganas de seguir. Un paseo por el Museo Paleontológico apenas aplacará la sed. El resto será tratar de recordar lo vivido de la manera más fiel.
Ruta alternativa: Trabajar volando por el mundo
Escribe: El Peregrino Impertinente
Los que viajan de verdad son los que trabajan en los aviones de línea internacional. Pilotos, operadores de cabina, azafatas. Esos sí que saben lo que es recorrer el planeta de punta a punta. Salen de Buenos Aires, duermen en Nueva York y se toman el franco en Beijing. Vuelan de Roma a San Pablo como si la vida fuera gratis. Dicen: “Me voy a Moscú, nos vemos el viernes”, con la misma periodicidad y naturalidad con la que un chofer de colectivo se declara en huelga.
Imagínese lo que debe ser viajar por el globo entero todo el tiempo, como un acto cotidiano. Buenos sueldos, paseos por lugares maravillosos, vida de hotel y restaurantes caros. Supongo que llegará un momento en que uno se siente poseedor de dones celestiales. Un ser superpoderoso, impoluto, intocable. Una especie de Moyano del aire, aunque sin campera de cuero, abultadas cuentas bancarias y esa cara tan pero tan difícil de definir.
Pero claro, no todo lo que brilla es Negro González Oro: hay que estar en la piel de los pilotos, 12 horas seguidas mirando una nube, sin poder desquitarse puteando a otro avión que le pasó por el lado muy rápido o no puso el guiño. O en el lugar de la azafata: medio día paranoica, dudando si el barbudo que tiene en la fila tres no será sobrino de Bin Laden, y desquiciada, teniendo que aguantar al viejo verde del asiento 48 que le saca una radiografía de piernas cada vez que pasa con su andar meneante.
Por suerte para ellos, cuando tocan tierra se olvidan del ajetreo y se ponen a pasear por el aeropuerto con aires de “seguro que todos los guasos y las minas andan mirándome”.
Después vendrá el traslado al hotel y la sensación de que el mundo es un pañuelo. Sucio y bastante desgastado, pero pañuelo al fin.
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