La monumentalidad de su vecina, la deja silbando bajito. Con tantas luces apuntando al costado, difícil hacerse notar. Así ha sido desde su nacimiento, en la niñez del Siglo XX. La Casa Parroquial está acostumbrada, no se inquieta. Siempre ha vivido con ese libreto. Una joya a la que el soberbio entorno le diseminó la fama.
Lindero a la Catedral Inmaculada Concepción, frente a la plaza San Martín, el inmueble está destinado al segundo plano. Sin embargo, cuenta con atributos suficientes como para ubicarse en otros pedestales. Gracia en su diseño, elegancia en sus terminaciones, carácter en su todo. Bien merecido se tiene un abordaje que la honre.
Así, sin más, porque es lo que es. Uno de los mejores ejemplos del estilo mediterráneo en nuestra ciudad. Dan cuenta de ello los arcos de la planta superior, los balcones centrales con balaustres de exquisito diseño, los detalles en madera, la fuerte presencia del hierro en el balcón del extremo izquierdo y el ventanal de planta baja, entre otras particularidades. Características que le dan ese toque afable, atractivo y luminoso propio del movimiento arquitectónico nacido en la Europa adyacente al mar Mediterráneo. Un género que se basa en conceptos simples, aunque llenos de vida y temperamento. El mejor momento para apreciar aquellas bondades es durante la mañana o la tarde temprana, cuando el sol penetra en pórticos y galerías de la morada de calle Estados Unidos. Energía extra de la que este tipo de viviendas saca provecho como ninguna.
De ahí la fuerza que, ante la mirada detenida, la postal regala. Hay brillo a rabiar en su claridad, en sus huellas casi centenarias. Construida en la década del ‘20, la obra es una proveedora de frescura.
Vieja y joven a la vez, debe sus bondades al gran Dante Ortolani. Un artista al que Villa María le debe reverencias, a partir del notable legado que dejó plasmado en el mapa urbano.

La mano de don Dante

Ortolani nació en Urbino, Italia, en el año 1884. Arquitecto, pintor, escenógrafo y docente llegó a nuestro país en 1913 y, al poco tiempo, aterrizó en el corazón de Córdoba. Aquí se hizo cargo no sólo de la construcción de la Casa Parroquial, sino también de tesoros como el Chalé Scopinaro (Lisandro de la Torre y San Juan), el Chalé Matías Sugasti (avenida Amadeo Sabattini y Catamarca) y la remodelación y terminación de la iglesia Catedral (tras el ciclón de 1928), así como de las fachadas del Instituto San Antonio y la capilla homónima.
Tras ello retornó a Buenos Aires, donde se involucró definitivamente con el mundo del teatro y la pintura.
Falleció en la capital argentina en 1967.
En Villa María, su marca queda registrada.
Ahí está la Casa Parroquial para dejarlo bien en claro.