Un congresista llamado Gabriel Edmonston logró que el Congreso aprobara una moción que decía: "La Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de los Estados Unidos y Canadá ha resuelto que la duración de la jornada de trabajo, desde el 1 de Mayo de 1886, será de ocho horas, y recomendamos a las organizaciones sindicales de todo el país hacer respetar esta resolución a partir de la fecha convenida".
La resolución echó firmes raíces en el seno de la clase obrera norteamericana.
A medida que la fecha fijada se acercaba, las organizaciones sindicables trabajaban animosamente. El número de sus adherentes o afiliados se triplicó en esos meses.
En Chicago, el comité por las ocho horas se puso en guardia contra las huelgas parciales o mal organizadas, que podrían tener como consecuencia el lock-out de los empresarios, lo que abortaría el movimiento social.
Por fin, la fecha esperada llegó. La orden, uniforme para todo el movimiento sindical, era precisa: "A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de ocho horas por día. ¡Ocho horas de trabajo! ¡Ocho horas de reposo! !Ocho horas de recreación!"Simultáneamente se declararon 5 mil huelgas y 340 mil trabajadores dejaron las fábricas para ganar las calles y allí manifestar sus demandas.
La ignominia
En Chicago, los sucesos tomaron un giro particularmente conflictivo. Los trabajadores de esa ciudad vivían en peores condiciones que los de otros Estados.
Muchos debían trabajar todavía 13 y 14 horas diarias; partían al trabajo a las 4 de la mañana y regresaban a las 7 u 8 de la noche incluso más tarde, de manera que "jamás veían a sus mujeres y sus hijos a la luz del día":
Unos se acostaban en corredores y desvanes, otros en inmundas construcciones semiderruidas donde se hacinaban numerosas familias.Muchos no tenían ni siquiera alojamiento.
Por otra parte, la generalidad de los empleadores tenían o manifestaban tener una mentalidad de caníbales. Sus periódicos escribían que los trabajadores debía dejar de lado "su orgullo" y aceptar ser tratados como "máquinas humanas".
El Chicago Tribune llegó a decir: "El plomo es la mejor alimentación para los huelguistas... La prisión y los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión social. Es de esperar que su uso se extienda".
La resistencia
No es de extrañar que, en ese cuadro, Chicago fuese el centro más activo de la agitación obrera y cuartel general del movimiento anarquista de Estados Unidos.
Dos organizaciones dirigían la huelga: la Asociación de Trabajadores y Artesanos y la Unión Obrera Central. Sus periódicos respondían con la misma virulencia con que hablaban aquellos que estaban al servicio de los patrones.
Uno de esos periódicos, escrito en alemán, fue el Arbeiter Zeitung, que aparecía tres veces a la semana dirigido por August Spies, y otro, The Alarm, en inglés, a cargo de Albert Persons.
Junto a ellos un nutrido grupo de periodistas agitadores y oradores de verbo encendido insuflaban el ímpetu que caracterizaba la lucha. La mayoría de ellos pasaría a la historia como Los Mártires de Chicago: Fielden, Schwab, Fischer, Engel, Lingg, Neebe.
Antes que éstos fueran ahorcados por la Policía, sin embargo, se habían producido numerosos enfrentamientos, cada uno de los cuales cobraría sus víctimas.
En uno de esos mitines estalló una bomba de la que se dijo que había matado a varios policías. Estos, por su parte, dispararon indiscriminadamente contra los huelguistas.
Así pasaron varios días. Los sindicatos, los diarios obreros y los domicilios de los dirigentes fueron allanados, los activistas y sus familias salvajemente golpeados y destruidas sus bibliotecas y enseres.
Conjura
Finalmente, ellos fueron acusados de ser quienes habían confeccionado, transportado hasta la plaza de Haymarket y arrojado la bomba que desencadenó la feroz matanza.
Ninguno de los cargos pudo ser probado, pero todo el poder policial y el económico de los patrones canibalescos, su prensa y su justicia, se conjuraron para aplicar una sanción ejemplar a quienes dirigían la agitación por la jornada de ocho horas.
Así, Spies, Persons, Fielden, Fischer, Engel, Schwab, Ling y Neeve pagaron, en algunos casos con sus vidas, en otros, con la cárcel, el "crimen" de poner un límite a la explotación de su trabajo humano.