Escribe: Pepo Garay Especial para EL DIARIO De tanta charla, al hombre se le olvidaron sus preciadas uvas. "¡Mis uvas!" gritó, al ver que las cabras del vecino se le metían en el patio. Salió corriendo. Ahí estaban los animales, estirando el cogote, desesperados por comerse los tesoros de don Luis. "Chu, chu, fuera cabras de m… mirá, ahí viene el dueño: ¡Oiga José, cuide mejor a los bichos estos que me van a terminar devorándose toda la cosecha! ¡Será de Dios!". Situaciones como ésta se repiten hora a hora, día a día en Fiambalá, al oeste catamarqueño. Son anécdotas propias de los pueblos sencillos que intiman con la cordillera. Lugares en los que la gente todavía se da el lujo de vivir ajena a la vorágine del mundo moderno. Y en donde la circunstancia más estresante se corporiza cuando un grupo de cabras salta el cerco para robarse algunas uvas. Montañas y calles de tierra Así es Fiambalá: calles de tierra, plaza rodeada por iglesia, municipalidad y cuartel de Policía. Casitas sencillas, muchas de adobe, casi todas con terrenos lindantes cargados de viñedos. La localidad vive de la uva. Este fruto constituye el principal motor de su economía, aggiornada por la producción de vinos y pasas. En ese contexto, donde las parras ocupan grandes extensiones del terreno, aparecen como fondo bestiales montañas. El marco ensordece, siempre acompañado por un sol que lo ilumina todo. La cercanía con grandes picos del continente, la historia indígena, y sus medanos y termas, complementan el combo para encumbrar a Fiambalá como un destino excepcional. Igual, la masa turística todavía no se dio por aludida. Será por eso que el pueblo aún conserva la sencillez provinciana que lo caracteriza. Los fiambalenses, desde su aparente timidez, suelen ser muy hospitalarios y acogedores, permanentemente dispuestos a brindar una sonrisa amiga. Un plus que se agradece a la hora de salir a recorrer calles y alrededores. Termas Apenas se aleja de los límites de Fiambalá, el viajero descubre la aridez del suelo regional. Gigantescos medanos de arena (aunque los mayores se encuentran en Saujil, a unos 20 kilómetros al norte) son señal elocuente en ese sentido. El camino que los circunda se eleva por la cuesta hasta llegar a las termas. Allí, un complejo de piletas realizadas con roca natural (donde el agua alcanza temperaturas de hasta 41 grados) armoniza con el entorno montañoso. No obstante, algunas construcciones como bungalows o el restaurante, vienen a entorpecer varias de las panorámicas. Pero sin dudas, el plato fuerte de la zona se encuentra a unos 180 kilómetros del pueblo, en el paso fronterizo de San Francisco. Impresionantes y desoladores paisajes se suceden arrebatando al visitante, mientras la carretera asciende, llegando a superar los 4.500 metros de altura. Desde la ruta se puede observar gran cantidad de guanacos, rodeados por majestuosas montañas como el cerro Incahuasi (6.638 metros) o el volcán Ojos del Salado (6.864), entre otras. Dichos fenómenos naturales han ganado fama mundial, convirtiéndose en objetos de deseo de escaladores de todo el planeta. Al ritmo de Fiambalá Mientras la naturaleza sigue su curso, en Fiambalá los casi cinco mil locales continúan con los quehaceres que les competen, sin ninguna intención de acelerar el paso. Una viejita vende tortillas en un improvisado puesto callejero. Otro anciano pasa en bicicleta y saluda, con la boca llena de coca. Ahí nomás, sobre un banco de la plaza, una parejita de jóvenes mata el tiempo a los besos. Paisaje y comunidad combinan a la perfección. Pavada de fraternidad.
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