Pena y
añoranzas
Señor director:
Quería comentar algo con respecto a la nota "Debemos cuidar nuestro río", publicada el día 19/05/2009.
Soy villamariense. Hace tres años me mudé a la ciudad de Buenos Aires y actualmente resido en la misma.
Estuve de paseo por la Villa un fin de semana de diciembre de 2008, antes de las fiestas. Fui con una compañera de trabajo, a quien invité para que conozca a mi familia y a mi ciudad, de la cual hablo todo el tiempo, hasta cansar a mis compañeros.
Era sábado, era la siesta y como los porteños no “la” duermen, con mi hermano decidimos llevar a mi compañera a lo más lindo que tenemos: el río. Hacía mucho calor, el día era ideal. Se quedó maravillada con la costanera nueva, que estaba a punto de ser inaugurada. Todos los paisajes le encantaron. La llevamos a lo que se llama "El Arenero", una de las playas más conocidas, en Vista Verde. Si bien los "yuyos" arruinaban el paisaje, no es lo que quiero comentar. Sí, algo que me avergonzó mucho, que primero fue motivo de risa, por cómo se dio la situación, pero luego nos apenó a mi hermano y a mí.
Nos habíamos metido al río, con el agua a las rodillas. Voy a describir el cuadro lo mejor que pueda. Estábamos los tres parados formando un círculo meta matear y charlar. Ella daba la espalda al curso del río y nuestras espaldas daban a la orilla. Nos divertíamos contándonos anécdotas de todo tipo. Y justo hablamos de ir hasta el auto a buscar la cámara para sacarnos algunas fotos.
Mi compañera no se quería ir de ese lugar, estaba encantada. No sólo por lo lindo que es, sino por la paz y tranquilidad que le transmitía. Insistía en que nos quedáramos hasta caída la tarde. Justo asomaba en el horizonte una tormenta.
Pero tenía que pasar. Villa María lo hizo. Como se dice, “mostró la hilacha”. Y me duele decirlo así. Porque soy consciente de que no todos tienen la misma actitud. Y no todos son capaces de ensuciar las aguas en las que sus hijos en verano se bañan. Pero hablo con bronca. Porque tampoco hay nadie que controle estos actos, ni que esté en el momento y el lugar para evitar que ocurra o en su defecto, recoger urgente lo que otros tiran, para que no le pase a nadie lo que me pasó a mí.
Cuando nos disponíamos a ir a buscar la cámara, apareció flotando en nuestro río, por detrás de mi compañera, la carcaza entera de una heladera enorme, desfilando como dueña de la pasarela, luciendo orgullosa su lana de vidrio, sin puerta, dichosa, dueña de nuestro río, dueña del mundo. Qué cámara ni qué cámara.
Al instante, al darnos cuenta de tan “mágica” aparición, le dijimos al mismo tiempo, y hasta creo que con el mismo tono, los dos juntos a mi compañera: “¡No te des vuelta!”. Y largamos a reír, ya que fue gracioso cómo con desesperación quisimos evitar que ella la viera. Fue en vano, más vale que lo notó, ¡cómo para que no!
¡Qué pena! No sé si vale la pena que les cuente esto. Pero lo recordé al leer la nota sobre el río y aún me apena. Porque es mí río y de chica me bañé mil veces, de adolescente fui con mis compañeros de curso y siempre con mi familia a comer el asado del domingo. Me da asco. Pensar que si una heladera flota, ¡qué más habrá! que nuestros ojos no llegan a ver.
¿Nos hemos puesto a pensar por un segundo cómo será, si la situación sigue así, el agua de nuestro río en pocos años? ¿Qué haremos a la siesta de un enero cuando no podamos bañarnos en él?
Si alguien puede hacer algo, que lo haga ahora; estamos a tiempo.
Desde hace tres años extraño el río, la costanera, la siesta, la paz, la tranquilidad. Estar fuera de mi ciudad me sirvió para darme cuenta de lo valiosa que es y lo importante que son esas pequeñas cosas que a uno le dan satisfacción.
Yo quiero bañar a mis hijos en ese río y que mis hijos bañen a los suyos, y quiero volver a la Villa algún día, y comer ese asadito el domingo a la siesta al lado del río.
¿Quién no quiere lo mismo? Hagamos algo. Ahora que no es tarde.
Gracias.
Carla Farías
cfarias@itg-sa.com.ar
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