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8 de Septiembre de 2009
Día del Inmigrante
Esperanza
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Esperanza. Te eligieron como nombre. Palabra única que identifica la lejana época. Esperanza. Nada mejor que esa palabra, que estaba en los corazones de cada uno de esos queridos y llenos de coraje inmigrantes que llegaban.
Todos ellos. Dolorosamente para aquellos tiempos, inmigrantes tozudos, peleadores a brazos limpios, lindos hombres y mujeres que, habiendo nacido en tierras extranjeras, habiendo tenido sus terruños, sus raíces bien afirmadas, su familia, debieron tomar la decisión. Irse. Viajar a lejanos horizontes. Probar suerte.
Cruzar el inmenso mar, subirse a esa carcasa -una nuez en el océano- que los traería, a veces en la bodega, otros como si fueran animalitos en una jaula, pero al fin los que pudieron cruzarlo, los que tuvieron la suerte de aguantar aquel viaje, con la panza vacía, y muy pocas monedas en el bolsillo, tan sólo con un puñado de sueños y esperanza.
Aquí muchos de ellos se quedaron. Porque para ellos, América era el nombre de la esperanza. Del futuro grande que soñaban, para seguir viviendo, para comer y poder traer a los que iban dejando en su país, porque esa era la promesa, ayudarse unos a los otros. Volverse a ver.
Para ellos, América era el embrión de un mundo por conocer. Aquí se encontraron con tierra casta, virgen y extensiones inmensas sin cultivar.
¡Me parece verles el rostro al contemplar las colosales montañas, con sus cofres de nieves eternas! ¡Me parece verles la sonrisa cuando la ornitología se dejaba ver, convertida en aves de coloridos plumajes! ¡Me parece verles los ojos agradeciendo al hacedor por estar en América, de la que tanto les habían hablado otros gringos de trabajo! ¡Me parece verles el semblante ante la abundancia de la riqueza vitícola en sus ríos, sus lagunas y sus costas! ¡Me parece verles los rostros ante tanta tierra, tanta vegetación en praderas de todas las gamas de los verdes, ante tanta agua transparente de ríos y arroyos, que con tan sólo juntar las manos y llenarlas de ella, servía para saciar la sed!
Inmigrantes, muchos de ellos del norte de Italia, del Piemonte, de su misma capital Turín, por nombrar algunos de los rincones italianos o de cualquier otra nacionalidad.
Italianos, porque mi abuelo de allí llegó, donde son famosas las trufas del Piemonte o los spaghetti o la polenta con pajaritos, como la hacía mi nona Clotilde Poggio.
Ayer, ese lejano ayer, donde yo también como tu, estuve allí. Yo también arribé de uno de esos vapores, donde sólo se veían desfilar desde él a los astros del cielo, y así pensaban aquellas almas, vamos a América, andiamo. Yo venía en los genes de mis abuelos, como muchos de ustedes.
¡Dios mío! Crucé el mar. ¡Dejé a mi maama y a mi pare! ¡Cuántas lágrimas derramadas, cuántos pañuelos mojados y en alto, en el muelle!
Pero aquel viaje dio sus frutos, la siembra que iban a comenzar daría sus frutos y la esperanza era el remedio que los acompañaría siempre. Después, en esos genes he viajado siempre en los trenes de carga. Ellos recorrían las estancias para encontrar trabajo. Muchas veces con sus bártulos al hombro, o con la linyera, como se le decía a la bolsa o atadito donde llevaba lo poco que poseía.
He caminado por las noches por los andenes, triste y solitario, desprotegido y sin la plata prometida de la paga, a veces por culpa de las furiosas enemigas que largaban de su boca fuego, como si fueran culebras de fina plata, y después convertidas en rayo o centella caía a la tierra y explotaban en mil pedacitos de cristalinas piedras para, luego de burlarse, le derramaba la lluvia.
Y ya nada quedaba. Sólo dolor. Entonces así se rompía un sueño, pero jamás la esperanza. Ella permanecía quietita en el corazón, ella esperaba intacta. Después empezaron a florecer las chacras, allí estaba la vida.
Atrás había quedado la palabra guerra, aquí era otra clase de guerra la que había comenzado, pero esta vez con la firme convicción y la esperanza en el alma de progresar. Otros de juntar dinero e ir trayendo a la familia, algunos juntar para volver a su terruño definitivamente.
Y en esas chacras recién formadas se siega y se emparva el que llenaba estómagos vacíos de sus derivados. En otras se emparva el perfumado lino, el maíz. Y así nace una bonita colonia a la que llamaron Esperanza, que poblaron muchas familias de inmigrantes. Allá en Santa Fe. Y pasó más de un siglo de vida y vamos camino al bicentenario.
Por todos los hijos de esta tierra, por favor hombres argentinos, que lleguemos en paz al bicentenario.

Leonor Conti viuda de Calvi

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