Nunca fui buen jugador pero siempre puse empeño. Desde chiquito, que es cuando uno se está formando y cada historia que le toca vivir le deja una marca indeleble en la memoria y en esa extraña huella digital que los psicólogos no aciertan a definir mejor que el saber popular: la forma de ser. Yo soy así, viste; y "así" es presisamente aquello imposible de definir. Entonces, para que quede claro, para el balonpié soy del montón. No obstante, tuve mis incursiones y mi iniciación en el deporte popular por definición y antonomacia. Y en esas incursiones, que no constan en ninguna página de gloria del deporte local, conocí lo que es el miedo escénico, lo que es ponerle el pecho a las balas, lo que es ser aplaudido y no escuchar los aplausos. Y por otra parte, en ninguna otra ciudad, que no sea Villa María, jugué al futbol vistiendo la casaca de un club, aunque sea de baby. Por eso es que recuerdo aquel momento como parte importante de mi efímera pero empeñosa carrera futbolística.
Fue durante un campeonato nocturno en la cancha de River y yo revistaba en la también fugaz escuadra Automotores Centro, con sede comercial en Alvear casi Entre Ríos. El predio que utilizábamos para entrenar quedaba lejos de Ezeiza y cerca de la cancha de Alumni, allá en Villa Aurora, a pasos de Los Peregrinos. Un baldío que no había conocido el pasto (olvidate del césped) más que en alguna foto de revista. La casaca era blanca y rojo, a bastones, como si fueramos el semillero fortinero sólo que de aquel lote no sirvió ninguna semilla.
Pero me estoy yendo por las ramas y no estoy contando la anécdota que prometí contar y que viene al caso.
Campeonato relámpago nocturno en el pocito. No había quién quisiera atajar, así que yo, aunque no era gordo, fui a parar bajo los tres palos. Y, sea como haya sido el trámite del cotejo, terminó cero a cero. Un glorioso empate para Automotores Centro si se tiene en cuenta que ya en aquella época pintaban en el cielo futbolero local All Boys, San Martín, Sacachispas y otros equipos que se las traían. Pero volvamos al cero a cero, tiempo cumplido. La hora de los penales, había que definir. La hagamos corta: gol nuestro, gol de ellos; gol nuestro, gol de ellos; gol nuestro, gol de ellos; gol nuestro, gol de ellos; gol nuestro y, no sé si fue el instinto, el azar o el destino, pero me quedé parado al medio del arco, como sabiendo que la pelota iba a venir ahí. La vi acercarse a toda velocidad y levanté las manos enfundadas en guantes gentileza Casa Soardo, calle Buenos Aires, frente a Baudino, pero no alcancé a cerrarlas y la pelota me pegó de pleno en la cara y se desvió, supe después, fuera del arco. Dicen que festejaron, dicen que aplaudieron, dicen que ganamos. No me consta. Sólo tengo la certeza de que me quedó la jeta como pa’ chupá naranja y un exquisito perfume a cuero en la nariz. Ah, y la enseñanza indeleble de que iba a ser mejor para mí seguir el fútbol desde la tribuna. Y eso hago hasta hoy.
Humberto Bertello
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