Era un domingo al mediodía y llamé a mi amigo para que nos juntáramos. Me dijo que él iba a salir a andar en bici con el padre y me invitó; así que llevé a inflar las gomas de mi bicicleta, la lavé, le puse una botellita de agua en el soporte que tiene para eso y arranqué. Me fui para su casa (que aprovecho para decir que no queda nada cerca), y de ahí nos fuimos.
Anduvimos como diez kilómetros y vimos que el camino estaba lleno de lodo y perros, así que cruzamos todo lo que pudimos hasta que vimos un camino abierto, envuelto en plumerillos y subimos por ahí.
Dejamos las bicis en una esquina y nos fijamos en la hora: habíamos salido a las cuatro de la tarde y eran las cinco. Nos quedamos un rato jugando hasta que el papá de mi amigo nos dijo que miráramos las vías del tren.
Nosotros, contentos, fuimos corriendo a jugar con las piedras y las vías. Inclusive, jugábamos a que éramos dos trenes que nos chocábamos, hasta que dijimos: "¡Mirá esa luz, corramos más cerca!" y el padre nos dijo "No, porque es el tren".
A mí se me ocurrió poner una moneda en la vía y nos fuimos a dos metros del tren y cuando pasó, desde ahí se veían las chispas que salían de las ruedas. "Estuvo estupendo", dije yo. "Bueno, volvamos", dijo mi amigo.
Cuando regresábamos, a mitad de camino, me acordé y dije: "¡La moneda!" y mi amigo dijo que no importaba.
Pero yo me la quería quedar, así que volvimos, la buscamos y la encontramos.
Mi amigo se cansó, pero yo esa noche dormí de diez. ¿Saben por qué? Porque fue una hermosa aventura. Y fue en Villa María.
Bruno Stocchero
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