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El Aserradero Bermúdez, |
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Mi abuelo reconocía la madera al tacto. Después, cuando la trabajaba, le pasaba la lija y las yemas de los dedos, la lija y las yemas de los dedos, la lija y las yemas de los dedos. La acariciaba, era como que le sentía la piel. A las compras en el aserradero las realizaba mi papá, que por cuestiones de edad tenía a su cargo esas tareas.
Algunas veces, cuando yo no estaba en la escuela, podía acompañarlo al Aserradero Bermúdez, que quedaba en la esquina de la calle Salta y la avenida Gobernador Sabattini.
Ahora hay un edificio de departamentos que, evidentemente, no pudo borrar la historia, porque el relator de fútbol de la ciudad Miguel Angel Juan sigue diciendo que hay delanteros que tiran la pelota por encima del arco que da al aserradero.
Yo no me acuerdo por eso, sino por el olor que traspasó todos los años, como cuarenta años. El olor del aserrín, distinto según la madera, todo junto hace un único olor que yo recuerdo de cuando caminaba siempre por detrás de mi viejo.
Puede parecer raro, pero no existe otro aroma que me lleve de vuelta hasta aquellos momentos como el olor del aserrín.
Hoy más que ayer, pero menos que mañana -como diría el jingle de moda de la Radio Villa María de aquellos años-puedo ver a mi viejo eligiendo, a mi abuelo acariciando, a los dos martillando en la carpintería de la vida.
Rubén A. Ramón
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