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Artemio “Artie” Gordon, o sea, Ross Martin, y Jim West, es decir, Robert Conrad, posando en los estudios villamarienses que se hallaban sobre la avenida Sabattini |
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Ahí donde está la medioteca, exactamente allí, estaban los estudios de la Paramount. Y los de la Metro, Goldwyn, Mayer, también. Y además la factoría Disney. Ese galponazo era de chapa por los cuatro costados para que no se viera que adentro transcurrían las películas. Había quienes afirmaban que era un depósito del transporte Mar Rojo, del cual heredaba el nombre un mítico campo de fútbol lindante. Es que los camiones se acercaban por Sabattini, maniobraban y de culata descargaban en una plataforma. La gente creía que por el otro lado, por el que daba a las vías del ferrocarril, las mercancías eran a su vez cargadas en los vagones y marchaban a otros mundos. En realidad, los camiones venían a traer grandes escenarios, escenografías completas de pueblos del far west, cortinados, mujeres pechugonas con vestidos con volados de colores verdes y rojos, por lo general. Nosotros sabíamos de una chapa floja que estaba del lado del estadio y por allí ingresábamos sigilosamente, luego nos poníamos espalda contra espalda para recorrer las callejuelas, porque para entonces Ciriaco ya era el Hombre del Rifle, es decir Chuck Connors, o sea Lucas McCain, y el Beto era Johnny Crawford, el pibe que se llamaba Mark McCain. Y el Alfredo era Jim West, que vendría a ser Robert Conrad, y que a su vez iba de espaldas con su compañero Artemus “Artie” Gordon, o sea el Ross Martin que vendría a ser el Sergio. Lo bueno es que cuando veíamos que el panorama estaba despejado por el pueblo, le hacíamos seña al Alejandro, al Eduardo, al Rubén, al Fernando, al Omar, al Oscar, al Félix y ellos a su vez a otros actorazos que se bajaban de los caballos, los escondían entre los yuyos e ingresaban. Primero nos metíamos en la taberna porque teníamos la boca reseca. Las mujeres se nos acercaban, pero les decíamos que fueran a su habitación, que después subiríamos a darnos un baño de agua bien fría en una tina de madera. Nosotros trazábamos el plan y empezaba el rodaje de las escenas de acción: saltábamos por los escalones de bolsas de arpillera llenas de maíz y luego volábamos desde lo alto de las bolsas de cafir estibadas. Se creían que nos habían matado, pero renacíamos una y mil veces hasta conseguir nuestro objetivo de cada jornada... Ahora que miro la película en cámara lenta, sospecho que nuestro objetivo supremo, de máxima, de cada jornada, tal vez fuera, ni más ni menos, que poder volver juntos al día siguiente a terminar el trabajo y que el trabajo nunca se terminara.
Créanlo. No les queda otra. Porque esto en YouTube no se consigue.
Los pibes de la Sabattini
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