La tarde mostraba sus cartas: nubes y más nubes. Como siempre fui un soñador, me senté en el patio, con las palmas entrelazadas tras la nuca, contemplando al cielo. ¿Qué formas podré darles esta vez a un cúmulo de gases flotando sobre mi mera existencia? Porque no hay que mentir en esto, más allá de cualquier reflexión filosófica, soy yo el que le da forma a las nubes, y no al contrario.
En fin, ya en el fondo vislumbraba una de esas vacías tardes de tiempo perdido. Tampoco pretendía nada más.
En puro silencio, pero en ese silencio de la mente, ese que, además de no pronunciarse con palabras, no se pronuncia en pensamientos. Sin apuros, sin medidas.
El sonido lejano de un auto, algunos ruidos inexplicables y el sonido del viento surcando todo el espacio.
Pero luego, de repente, en un súbito despertar de los sentidos, se asoma un ruidito especial que siempre, una y otra vez, llena de exaltación y curiosidad (aunque no siempre merezca tanta atención): es un celular, mi celular.
Me levanto apresurado en busca de ese aparato que tantas frustraciones me crea, y mientras me voy acercando a él, en tan sólo segundos, se pasa ante mí mil nombres, mil caras (¡ni que tuviera tantos contactos!), posibles y potenciales personas que han de requerir mi presencia, gente que me solicita, gente que urgentemente precisa mi persona... o tal vez Claro con alguna nueva promoción.
En fin, ya estoy frente al aparatito... cuya pantalla brilla con candor... ahí esperando ser alzado para cumplir con su propósito de existencia.
Lentamente lo tomo y en cuanto me dispongo a leer la pantalla, para finalmente ponerle fin al suspenso y ver quién ha mandado el mensaje... se apagó la pantallita.
Pero eso no es obstáculo para gente tan voluntariosa como yo. Toco una tecla, y la pantalla vuelve a la vida. Su nombre me sorprende. Entro cuidadosamente a leer (y releer) el mensaje; en tan solo segundos mi mente pasa de un relax total a un estado de automatismo; ya no pienso qué hacer... sino lo hago como pasos de un inescrupuloso proceso indefectiblemente necesario...
Pasan unos minutos nomás... y ya estoy frente a frente con ella... tengo un extraño asombro. Hace probablemente meses que no la tenía así de frente, con sus ojos escudriñando los míos, como en busca de algo que yo no quiero regalar. Si bien creo que ya pasamos todo punto de extrañez entre nosotros, durante la próxima media hora nos rodea un ámbito de rareza incómoda.
Más allá de todo eso, el sol brilla pidiendo permiso entre las nubes, el lago duerme tranquilo en su aposento y la costanera tiene ese brillo especial que la hace (a mi entender) el símbolo único y más sobresaliente de la ciudad.
La tarde pasa entre pocas palabras y muchas risas. Es increíble pero creo que en todo este tiempo que nos conocemos solo pude hablar con ella un par de veces de manera seria o profunda. Es como si los dos nos necesitáramos el uno al otro para desconectarnos del dolor de nuestras almas y reír juntos. Tengo que admitir: con ella no me importa lo demás.
El viento comienza a llevarse las pocas palabras que se hubiesen atrevido a cruzar el umbral de nuestras voces. Y a cambio, nos trae un frío cada vez más intenso y penetrante. Mientras la piel se somete a mantener el calor en nuestros cuerpos, nosotros hacemos lo propio. Es ya un abrazo casi enternecedor.
Tengo esa loca idea de tratar de imaginßarme en una postal... mirándome desde lejos y en perspectiva. Y esta hubiese sido una de mis postales favoritas. De pronto comenzamos nuevamente a caminar... ya quedaba poca gente dando vueltas, pero creo que eso no nos importó en ningún momento. Ya no somos extraños, y ya no hay gente extraña mirándonos: como dice una canción de mis favoritas “la gente es extraña cuando uno es un extraño”.
Y si... se veía venir: al igual que en el semblante de una persona se pueden distinguir las claras señales de un sollozo por venir, en la naturaleza es manifiesto el momento anterior a la lluvia.
Temí. Y no por la lluvia... nunca me molestó mojarme. Temí porque ese fenómeno de la naturaleza encerrara algo más... tal vez sea el telón de este acto. La miré, con los ojos de un niño que no quiere dejar un parque de diversiones, y vi en su tierna mirada una tácita aceptación. No se necesitaron palabras: la lluvia sería solo una decoración de ambiente, seguíamos allí.
Corridas, risas, lluvia, barro, hojas volando, un ruidoso trueno a la distancia... todo parecía ser parte de un cuento. Finalmente... nos cobijamos bajo un árbol. Y como si fuera poco, amo los árboles... es una obsesión, un símbolo de paz y armonía para mí. Sería un signo que se sentara al pie de ese árbol.
Sus ojos brillaron, y esa fue mi señal, la luz verde a mis sentidos... Me acerqué y el beso más natural y cautivador que alguna vez haya dado, se produjo... sin miedos, ni dudas. Esto es lo que un beso debería ser... siempre. Olvidé el frío en sus brazos y ella olvidó el agua en mis besos. La tarde ya no ofrecía más nada... porque nada más podía faltar. En ese momento teníamos el permiso divino para dejarnos llevar por nuestros instintos. Nada nos importó...
Gino Franco Fazzi
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