PRIMER CAPITULO
Aunque se graduó como licenciado en Filosofía, nunca dictó clases sobre la madre de los saberes. Enrique Ricardo Doerflinger confiesa orgulloso que sus intereses profesionales dieron "un giro académico que se fueron orientando a lo lingüístico". Tal es así que en la actualidad posee una Maestría en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua Materna y Extranjera. Su eje profesional son los lenguajes, de eso no cabe dudas. Tiene conocimientos del habla y escritura del alemán, inglés, francés, ruso, portugués, vasco, como así también de lenguas madres como lo son el latín y el griego y una profunda afinidad con las lenguas indígenas como el quechua y guaraní. Es un interesado por los lenguajes desde todas sus perspectivas y vertientes, le apasiona el origen de las palabras, las diferencias idiomáticas, los modos del habla, los usos, en fin, todas las perspectivas con las que se puede tratar ese sistema tan complejo y tan completo que es la lengua. En esta oportunidad citamos a nuestro entrevistado para que nos dé algunas impresiones sobre uno de los temas que se desdeñan y repelen en la escuela, en el trabajo, en la sociedad en general. Me refiero a las denominadas "malas palabras", aquellas expresiones que utilizamos a diario para insultar, para sentirnos miembros de un grupo determinado, para manifestar cariño, para expresar admiración ante alguna hazaña, entre otras funciones acordes a los diferentes momentos situacionales. Un fenómeno que se remonta al origen del universo y que se configura como uno de los más enérgicos, vertiginosos y atractivos de nuestra lengua. Después de dos horas de clases con sus alumnos, Enrique se hace un tiempo para charlar sesenta minutos más con nosotros. Es una entrevista carente de preguntas, ya que no son necesarias porque nuestro interlocutor sabe de lo que habla, y lo expresa con tanta soltura y de manera tan deliciosa que sólo hay que disponerse a disfrutar.
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—Realmente es muy interesante este tema de las malas palabras, porque nos remite, de algún modo, a nuestras infancias. Esta cuestión de que determinadas palabras deben ser entendidas como malas. Cuando recordamos como fuimos educados por nuestros padres, tíos, abuelos se nos hace presente el hecho de que teníamos que evitar la emisión de ciertas palabras que se consideran malas. Los padres tratan de corregirlos, de censurarlos, que en definitiva es lo que el niño va percibiendo como un comportamiento social poco feliz o negativo. El niño tal vez no sepa el significado de esa mala palabra que sus mayores le está tratando de inculcar que no pronuncie, pero es muy sensible al efecto que producen en su entorno.
—Hay como una especie de imán entre los chicos y las malas palabras. —Sin duda. El imán que provoca todo lo que es tabú en general y las llamadas malas palabras entre ellas. Se nos dice que una determinada cosa es tabú (léase palabras que no hay que pronunciar, hechos que no hay que hacer, etcétera), y que debemos censurarla, pero por lo general suelen provocar el efecto contrario, motivados por curiosidad, por ese impulso de hacer algo desde niño o joven en contra de las normas establecidas. Pero, lo interesante es que vistas en una perspectiva estrictamente lingüística, las palabras en sí mismas no son ni buenas ni malas, las palabras no se les puede conferir un comportamiento moral como acciones humanas que tienen la intencionalidad de provocar el bien o el mal.
—De hecho una palabra puede considerarse mala palabra hoy y dentro de unos años dejar de serlo, entre tantas otras posibilidades… —Exactamente, con los años esa palabra se convierte en una palabra inocente, que quizás pierda su carga de semanticidad con la cual fue elaborada. Las palabras todavía conservan un componente referencial, al objeto que de algún modo aluden; pero lo que la convierte en que sea "mala" o "no mala", fundamentalmente es la intensidad con la que fue emitida. Son nuestros actos, sean conforme a la moral, las buenas costumbres o contrarios a ellos; se puede decir que en ese sentido las palabras son amorales, carecen de moral. Si nosotros observamos a lo largo de la historia cómo se van acuñando en el léxico de una comunidad lingüística las malas palabras, vamos a ver que en un comienzo muchas de ellas tenían un carácter insultante para tratar de provocar el daño, herir, ofender al destinatario; pero analizando las palabras no representan algo que en sí mismas pueda ser ofensivo. Tal vez en alguna época lo era al recordarle a una persona que tenía una nariz grande y prominente. Narigón hoy sólo provocaría una mera sonrisa. Uno puede observar también que muchas de estas palabras, que son socialmente estigmatizadas, derivan de alusiones a determinadas partes del cuerpo o funciones fisiológicas, la genitalidad, a lo sexual o a una función escatológica; esta actitud es bastante común en la cultura latina. En otras comunidades lingüísticas, tal vez no sean las que más abundan, sino a otro tipo de expresiones. Yo recuerdo que cuando estudiaba alemán, el profesor alemán se sorprendía de cómo la gente en Córdoba empleaba tan abundantemente malas palabras para comunicarse. Le llamaba la atención las palabras terminadas en _udo, que son tan recurrentes. En Alemania los insultos no van en esa dirección, con esa insistencia, casi obsesión que tenemos los cordobeses y argentinos. A lo mejor un insulto es una referencia al tiempo o una maldición, pero no necesariamente va vinculado con lo que sería la genitalidad. En ocasiones el insulto, en el momento de su creación tiene propósitos insultantes, con el correr del tiempo y en determinadas subcomunidades lingüísticas a nivel de cierto grupo se convierte meramente en un apelativo. Es el caso muy llamativo del término "boludo", es muy común hoy en día escuchar esta palabra para comunicarse, pero no confiriéndole el carácter insultante, sino como una suerte de identificación etárea, hacer referencia de pertenencia, a una suerte de camaradería. De algún modo pretende lograr una cierta intimidad con el otro en la medida en que pertenece a mi comunidad etárea. Lo interesante es cómo en ciertas ocasiones el término recupera el contendido original e insultante que tiene.
—No sólo la misma palabra puede usarse con diversa intencionalidad en diferentes épocas, sino que en el mismo tiempo puede funcionar como una expresión de cariño o con la intención de insultar al otro. —Es el caso típico de cuando vemos que un joven le dice al otro "no seas boludo, boludo". Cuando uno analiza expresiones de ese tipo lo que se observa es que se produce una suerte de desdoblamiento semántico del término. Podemos hablar de una emisión donde adquiere un carácter social, afectivo de vincularme con el congénere; pero se recupera también el carácter original que tiene de insultante. Otro caso con ese término es ver cómo ha sido apropiado por las mujeres. Hoy en día es muy común que las chicas se traten de ese modo, como un intento de camaradería. Ocurre que las palabras en su origen fueron acuñadas para proferir insultos, lastimar adrede, pero con el correr del tiempo se desemantizan, es como que se vacían de ese significado y adquieren otra función, tal vez, como lo denominaba Román Jakobson, una función fática. Una función que apunta a ver si el otro está atento a lo que yo le digo. Pero quizás más preocupante sean aquellas palabras que no tienen originalmente esa finalidad, pero sin embargo que se utilizan para herir, esas tal vez sean más peligrosas. Debemos prestar más atención a los discursos que circulan, que a las palabras tomadas aisladamente y que suenan muy inocentes, pero que están hechas para herir, tienen cointencionalidades discriminatorias de todo tipo, racista, sexista, social, religioso, ético; estoy pensando por ejemplo cuando se trata a una persona de negro. Por un lado es una palabra que no es buena ni mala, recordemos eso; pero aún dentro de los campos específicos de palabras que fueron acuñadas para ser utilizadas como insultos, tampoco lo es. Sin embargo ¿por qué resulta tan hiriente, tan lastimante que a alguien se lo trate como negro? Expresiones como "si estos negros no sirven para nada", "estos negros nunca quieren trabajar", etcétera. Ahí la palabra entra a circular en un discurso que tiene carácter segregacionista, racista en última instancia, cosa que los argentinos muchas veces negamos serlo diciendo que el racismo es un problema del hemisferio norte; no en la magnitud que sucede en otros lados, pero está, y cada tanto la lengua acusa recibo de ello. Creo que como educadores y los medios de comunicación debemos estar muy sensibles a ese tipo de discurso de empleo que en apariencia son inocentes, sin embargo tienen una carga sumamente negativa.
—Ahora que menciona a los medios, recuerdo que en un canal de noticias anunciaban mediante un placa roja, "murieron tantas personas y un boliviano"… Como si el boliviano no fuese persona. —Sin duda, justamente ese ejemplo que das está muy bueno para ejemplificar esto. Son formas larvales que tenemos y que muchas veces nos cuesta reconocer. Creo que esas deben ser las peores malas palabras, en la medida en que se convierten en emergentes de discursos muy nocivos en una sociedad. Cuando uno detecta el empleo de ciertos términos con la intención de segregar, de marcar diferencias entre el otro y yo y de asumirme yo como superior al otro, entonces hay que prestar mucha atención porque algo preocupante está ocurriendo en esa sociedad. A veces los discursos pueden aparecen en la superficie muy inocentes pero sin embargo son portadores de una agresividad muy destructiva. Por otra parte, en determinadas circunstancias mal que bien, todos empleamos alguna mala palabra, si uno se martilla un dedo, llegar a decir "recórcholis" o "caramba", debe ser un poco extraño. Hasta un catedrático o un juez, puede ir un domingo a la cancha a ver su equipo favorito y en ocasiones puede proferirle algún insulto a un jugador o al árbitro, pero son cosas de las que no debemos escandalizarnos. Creo que un concepto que media entre el hecho de que una palabra sea considerada mala o no, es el concepto de adecuación; obviamente en una clase, conferencia, entrevista… si yo salgo con un improperio (salvo que no lo esté utilizando metalingüísticamente, como pretexto para un reflexión), estaríamos en un caso de inadecuación. La educación debe poner énfasis en lo inadecuado que resulta el utilizar ciertas palabras en determinados contextos que no sería de esperar. Es una cuestión de lo que hablaban los filósofos del lenguaje, la pragmática, que hacen a la condición de felicidad de un enunciado. Hablar de malas palabras hace referencia a la cortesía, un tema que está siendo estudiado bastante por la lingüística, hay toda una corriente muy interesante en ese sentido.
—De todos modos, por lo que usted dice, a las malas palabras no hay que extirparlas, ni prohibirlas, ni eliminarlas; sino que son necesarias y hay que adecuarlas al contexto en que uno está. —Buen tema ese también, ¿qué hacer con las malas palabras?, sobre todo porque nuevamente me pongo en situación de educador y padre de familia. Hay que procurar que los chicos las eviten, pero no ponerse en una perspectiva moralista, de escandalizarse; se debe incentivar desde el hogar, la escuela y los medios de comunicación (tema aparte porque éstos, en especial la TV, son los principales productores de malas palabras)… De algún modo hay que procurar de que nuestro lenguaje se enriquezca con todo lo maravilloso que tiene la lengua, y no me refiero a que debamos hablar con un lenguaje florido o cargado de imágenes barrocas; hay que hacer el uso de otros recursos lingüísticos, que cuando una persona no está lo suficientemente educada lingüísticamente no los maneja, como la ironía. Al mismo tiempo en que son efectos comunicativos determinados sería bueno que puedan ser juegos ingeniosos del lenguaje, esto tiene que ver con el desarrollo de otras potencialidades con el lenguaje, antes que recurrir al recurso fácil del improperio reiterado. En ocasiones una mala palabra se emite, no porque quiera tener un destinatario, sino para satisfacer una cuestión emotiva del momento, ante una mala o buena noticia… Ni se va a eliminar, ni tampoco hay que prohibirlas, porque puede resultar el efecto contrario. Las palabras se vacían y se cargan de intencionalidades a lo largo del tiempo.
Y es justamente el tiempo el que marca el final abrupto de nuestra charla, pues debo liberar al profesor para que continúe con el dictado de sus clases. Sin lugar a dudas el tema no concluyó, dos páginas interesantísimas quedaron en el tintero de mi computadora, seguramente ya habrá otra oportunidad en que lo convoquemos para seguir desarrollando éste u otros temas que atañen nuestra lengua. Enrique se muestra muy contento con el encuentro que hemos tenido, me lo agradece y se lo retribuyo con un cálido apretón de manos.
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