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6 de Diciembre de 2009
Cuentos de Adrián Demasi
El viejo Mamut
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Jamás lo había visto. Sin embargo conocía al viejo mamut a través de las leyendas que recreaba el brujo en cada luna, y si Olm hubiese sabido dibujar seguramente habría podido reproducirlo casi a la perfección.
Una mañana lluviosa, caminando por la brumosa selva en busca de comida, sintió de repente la sangre helada y el escalofrío inundó todo su cuerpo. En un claro de la espesura dos grandes pisadas, cuyos contornos apenas si dejaba adivinar la niebla, entorpecieron las suyas poniéndolo en sobreaviso; el mamut estaba cerca.
Lo buscó todo ese día y también el siguiente. Llegó incluso hasta los confines de su territorio, rozando la tierra prohibida, pero no halló a la bestia que decide los destinos humanos, la dueña de la vida y la muerte eternas.
Cansado y herido por las gruesas ramas que debió quebrar en el camino para continuar la búsqueda, decidió regresar. Al menos le quedaba la pequeña satisfacción de haber estado próximo y los restantes guerreros escucharían boquiabiertos las alternativas de su experiencia. Lo envidiarían profundamente.
Cuando llegó de regreso, la noticia estaba flotando entre las chozas: su padre había muerto. Un niño tropezó con la lanza destrozada del anciano. Prueba suficiente.
Olm no estaba triste. Las muertes, aunque con excepciones, generalmente eran bien aceptadas porque los cuerpos iniciaban un viaje hacia la vida eterna en una tan bella como lejana aldea, siempre que el muerto hubiera tenido una vida buena. Si la tribu no lograba ponerse de acuerdo al juzgar la bonhomía de uno de sus miembros fallecido (lo que en verdad ocurría con muy poca frecuencia), el extinto sería castigado por el viejo mamut con la muerte eterna. Pero el padre de Olm había sido un indio bueno.
A los pocos meses, por segunda vez encontró las pisadas del animal y, ahora con la sangre hirviente de valentía, las siguió durante trece días con sus noches. Lo encontró.
El viejo mamut dormía plácidamente. Era tal cual lo imaginaba: enorme, blanco como sus dientes, con filosos colmillos, pesado. Hermoso. Sigilosamente se acercó a él, cuidando de no despertarlo, y pudo ver a pocos metros su agrietada piel, los infinitos pliegues.
Se movió inquieto en su sueño pero Olm no se asustó y segundos después, armado de coraje inusual, se acercó más. Los pliegues comenzaron a abrirse con lentitud reveladora. Todo apareció ante sus ojos de azabache. Bellísimos grabados. Miles, millones de diminutas y movedizas figuras tatuaban cada porción interna de los pliegues que iban ahondándose sin fin.
Un murmullo multivoces emanaba de la piel del mamut y amenazaba con envolverlo. Su curiosidad crecía junto con la atracción. Olm estaba ya a pocos centímetros del animal. Los grabados reproducían para él desconocidas ciudades, con piedras altísimas de las que se asomaba gente, raros pájaros con personas sobre sí revoloteaban entre los pétreos monumentos, fuego y humo, mucho humo… Vio lagos inmensos y rostros humanos, vio caras familiares; su abuela sonriente junto a su padre.
El murmullo se transformó de repente en una oleada de gritos conocidos y de golpe el cuerpo de la bestia se contrajo.
Esta vez fue una mujer la que dio con la lanza de Olm. El brujo de la tribu se dispuso a iniciar los preparativos del funeral.

Adrián Demasi


@ LUNA VERDE

Luna roja de vergüenza,
Que apenas sales grande estás
Si no corres por el cielo
Cualquier avión te alcanzará

Luna blanca, seductora
Te derramas entre sombras
De las nubes que te esconden,
Como velos que alguien puso, celoso
de tu influjo

Luna verde pardo
Luna verde oscuro
Luna verde claro,
Luna con tus ojos
Que yo miro extasiado

Adrián Demasi, 5/9/98



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