Escribe
Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
La llegada a una tierra lejana y diferente, involucra toda una gama de extrañas sensaciones. Sobresaltos que van apareciendo ni bien uno atraviesa la salida del aeropuerto. Estamos en Auckland, subiendo al bus que nos enseñará las primeras sorpresas de Nueva Zelanda. A los costados de la autopista, cientos de ovejas y vacas pastan mansamente. Ciudad de 1,3 millones de habitantes, capital económica de una nación, fuerte centro industrial del Pacífico. Y a tan sólo 30 minutos de su núcleo urbano, ovejas y vaquitas.
Instantes después, aparecen los barrios de la periferia. Casas vestidas de clásico estilo inglés, ligustrines prolijamente delineados, juguetes durmiendo en el jardín. No pasa mucho tiempo hasta que arribamos al centro propiamente dicho. Queen street es su columna vertebral.
El marco incluye el ir y venir de los peatones, cientos de tiendas bien maquilladas y una armonía y tranquilidad general que se contradice con el talante de cualquier gran ciudad. Rascacielos interminables parecen poner las cosas en su lugar, delineando la silueta de la cabecera de la región. El sol brilla y decide que la principal artería local luzca encantadora.
Todo a nuestro alrededor funciona como un relojito, limpio, ordenado, inobjetable. Y pensar que en esa calma aparente, las danzas millonarias propias de los negocios hacen su festín. Inmensa metrópoli con ritmo de pueblo. Antes hablábamos de extrañas sensaciones. Y ahí están, explotando.
Pluralidad racial
Los paseos por el centro nos servirán para descubrir, seguidamente, el crisol racial que conforma Auckland. En ese sentido, los "pakehas" (palabra que designa, en lengua maorí, a los neozelandeses descendientes de europeos, de piel blanca e inmensa mayoría en el país) lideran el ranking. Seguidamente aparecen los maories y nativos de las islas del Pacífico, y ahí nomás la comunidad china. El resto del mapa humano lo conforman los turistas, que llegan en grandes oleadas atraídos por estas peculiaridades y, principalmente, por las bellezas que el país ofrece.
Sin distinción de clan, todos gustan de arrimarse a la bahía, para admirar desde allí las imponentes panorámicas. El híbrido mar y cemento logra un resultado notable. A escasas cuadras de allí, la gigantesca Sky Tower, paradigma de la ciudad con sus 328 metros de altura, simboliza el carácter moderno y desarrollado del país.
La zona portuaria conforma uno de los principales aportes a la identidad de Auckland. No en vano el lema del ayuntamiento es "City of sails" que significa "la ciudad de las velas", apodo que surge a partir de la apabullante cantidad de veleros que se estacionan en las bahías. Cada muelle se ve repleto de estas naves, evidenciando la especial filiación que los locales tienen con el mar.
Tal vínculo se afianza en las afueras del distrito, donde hermosas playas sacian el calor y las ansias de esparcimiento. Las alfombras de arena se extienden a lo largo de la costa, cubriendo gran parte del amplio espacio terrestre que conforma la urbe. Para llegar hasta allí, basta con abordar alguno de los muchos ferries que establecen la red de transporte público marítimo. Otro ejemplo de la íntima relación que Auckland guarda con las aguas que lo circundan.
El legado británico
Para seguir despertando impresiones, nos retiramos del área más galardonada de Auckland, a los fines de recorrer sus zonas verdes. En sitios como Albert Park o Victoria Park, la cultura de Nueva Zelanda expone los sólidos lazos que aún la sujetan a Gran Bretaña.
El primero acoge a la Universidad local, de evidentes características inglesas, franqueada por estatuas y demás imágenes de la reina Elizabeth II. El segundo alberga un conocido campo de críquet, juego reconocido como estandarte de la cultura del Reino Unido. El críquet es hoy por hoy uno de los deportes más populares en Nueva Zelanda, apenas por detrás del rugby. El inmenso parque Domain, por su parte, recuerda a los caídos en diversas guerras alrededor del mundo. Conflictos que tanta muerte le costó al país, irónicamente, en defensa de intereses ingleses.
Casi sin darnos cuenta, el calendario nos advierte: tenemos que abandonar Auckland. Nos queda la sonrisa que nos despertaron sus calles y sus prodigios. Pero también reflexiones y extrañas sensaciones. Esas que brotan en destinos como éste, que de tan occidental y desarrollado, se nos antoja enigmático.
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