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Foto tomada por el mismo Peregrino |
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Escribe: El Peregrino Impertinente
Andaba girundeando por Bangkok. Eran mis primeros días en Tailandia y poco o nada conocía sobre las costumbres locales. Que los tipos eran budistas, que les gustaba el kick boxing y que comían más arroz que el indio mocova, mocovita o algo así (ese que aparece en las cajas azules de un kilo), era lo único que sabía de aquel milenario y tailandés pueblo.
Entre caminatas por calles y templos, descubrí que a los paisanos se les daba muy bien el tema siesta. En cualquier lado y a cualquier hora del día, uno se encuentra con gente durmiendo. El taxista en el coche, el que vende la lotería en su asiento o el jubilado en el banco de una plaza. Para los habitantes del país asiático, la siesta es religión.
Calor y humedad son las principales causas del fenómeno. Y una vagancia a prueba de balas, digna de quien vio el último pico y pala allá en su niñez, cuando jugaba con el muñequito del playmobil obrero, al que ya desde entonces le guardaba un odio mortal; no así al playmobil filósofo o al playmobil gremialista, con los que se sentía plenamente identificado.
Anécdota entre sueños
Les paso a contar una anécdota que viene muy a cuento del tema. Entro a una agencia de turismo TAT (que son manejadas por el Gobierno nacional) y me encuentro a los dos empleados, de unos cuarenta y pico cada uno, durmiendo una siesta extraordinaria. Seis y media de la tarde y los mozos en el quinto sueño. Uno desparramado contra el respaldar de la silla. El otro abrazado al escritorio. Una imagen espeluznante.
Ahí nomás saqué la cámara para inmortalizar ese maravilloso momento de mi vida, cuando sentí las voces de unas jóvenes que estaban más atrás. “No los despiertes que son nuestros jefes”, me dijeron entre risas. Creer o reventar.
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