Por el Peregrino Impertinente.
Recuerdo cuando de niño iba al zoológico. Cuántas evocaciones: el león, rey de la selva, dominaba el terreno aún desde la jaula. El mono, alegre y divertido, disfrutaba del sol en su jacarandosa hamaca. O el elefante, que era más feliz en su encierro de lo que pudiera ser en su hábitat natural, atestado de cazadores y muerte. Eso es lo que yo percibía desde mi inocencia, cuando en realidad el león era un monarca vencido y angustiado, el mono una sombra enferma y decadente y el elefante, un triste cuadrúpedo que apenas podía soportar el peso de la vida en cautiverio. Pero claro, cuando uno es niño no ve las cosas tal y como son, sino disfrazadas y maravillosas, a no ser que uno sea como Mafalda o Brian, amigo de Alf e hijo de los Tanner, que siempre me pareció un pibe bastante pelotudo.
Una vez, ya de grande, tuve la mala idea de meterme en el zoológico de Mendoza. Me sentí una basura. Alimentando esa prisión infame, que martiriza a los pobres animales para vender remeras de “Coco, el oso más feliz del mundo”, aunque la verdad indica que Coco, ojeroso y deprimido, no quiere saber nada con andar respirando. Por ahí paseaba yo, lleno de culpa, cuando sin querer llegué al sector de los felinos. Para qué. Ahí estaba el leopardo, que me miraba como diciendo: “Negro, haceme la caridad y convertime en tapado de una buena vez porque esto no tiene gollete”. “Aguanten los wasos de la National Geographic , que nos rompen las pelotas todo el día pero por lo menos no nos meten en cana” me pareció que se quejaba. “¿Qué dijiste?”, le pregunté exaltado. Me respondió el silencio, y unos ojos de leopardo que sentenciaban: “Al final vos estás más traumado que yo. Volá de acá, salame”. Qué bichos de porquería.
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