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El Peregrino Impertinente
Decidirse a viajar también puede tornarse complicado. Principalmente a la hora de ahogar los miedos y decir: “Que se vayan todos a la re mil Punta Cana que los parió. Yo me tomo el palo”. Parece sencillo, pero a veces zanjar ciertas dudas se vuelve más difícil que hacer gárgaras con talco.
Y es que no deberíamos pensarlo tanto. Mientras más lo delibera uno, menos chances tiene de irse. Si nos ponemos a analizar todos los elementos que intervienen al momento de la decisión, estamos en el horno: que no sé si me alcanza la guita, que con esa plata me puedo comprar el casco de bombero que siempre quise, que no sé qué tan seguro es allá, que mirá si me voy y mi mujer se encama con los del sindicato de soderos… siempre hay una excusa.
El arte aquí radica en callar esas voces internas y largar el famoso “má sí, vamos”.
@ Colón y San Martín
No es fácil decíamos, pero hay que intentarlo. La recompensa que el viaje otorga se encarga, a posteriori, de convertir en ingenuas aquellas dudas primarias.
Mirá si Colón hubiera arrugado aquel día en el Puerto de Palos. “Discúlpeme Isabel, pero la mar está muy endocrinóloga, las naves aristotélicas y los marineros ya se empezaron a toquetear entre ellos ni bien se subieron a La Pinta. Esto es cualquiera, yo me las piro”. O si le hubiera pasado algo parecido a San Martín, antes de cruzar Los Andes “¿Che, que friazón que hace no? Y están altas esas montañas. Bueno, igual Bolívar está viniendo por el otro lado, que nos encontremos en Guayaquil o en Mendoza es lo mismo. ¿O no? Más vale”.
Que distinto hubiera sido todo entonces. La lección es clara: hay que darle para adelante con el viaje nomás. Si no es Dios, alguien más proveerá.
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