Escribe: El peregrino impertinente
Qué quieren que les diga, a mi los museos no me atraen. Sí, puede ser que sea un zafio ignorante, pero ya es imposible ocultar este sentimiento. Intenté amordazarlo durante mucho tiempo, hasta que estalló. No me gustan los museos, señores. Lo digo con la frente en alto.
Sin embargo, reconozco la importancia de dichos recintos y el papel vital que juegan en la conservación de las diferentes culturas. Eso es innegable. Aún así, me aburren muchísimo. A veces, cuando salgo de viaje por ahí, me engaño a mí mismo diciendo “si hago tiempo voy a darme una vuelta por el museo”. Mentira. Siempre termino invirtiendo ese tiempo en asuntos más urgentes, como siestas en el hospedaje o siestas en algún parque. Si pusieran catres en los museos sería otra cosa.
Anécdotas intrascendentes
Y es que, la mayoría de las veces los museos suelen ser terrenos desabridos, carentes de emociones y mayores revelaciones. “Observad”, intima el guía, “con este cuchillo el marqués de Disentería solía preparar un arroz a la portuguesa delicioso”. “Mirad”, nos señala nuevamente, “en esta sala el conde de Sífilis coqueteó con la criada del palacio, aunque debido a un cortejo inadecuado o tal vez a cierto estupor causado por su apellido, la muchacha eludió cortésmente el acto carnal”. Ahí es cuando uno se arrepiente hasta las lágrimas de haber asistido.
Son formas de ver las cosas. Desde mi perspectiva, la cultura de un lugar también se encuentra en otros dominios. Está en su gente, en sus calles, en sus esferas comunes. Dimensiones donde las tradiciones y la historia de los pueblos se absorben de manera más natural.
Para que quede claro: celebro la existencia de los museos. Igual, si tienen pensado invitarme, no pierdan el tiempo. De última después me alcanzan los folletos.
(www.viajesimpertinentes.blogspot.com)
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