El rumor de la calle a las cinco de la tarde sube lentamente de decibeles. La ciudad despierta de la siesta -o al menos del ritual de silencio después del almuerzo-. Caminamos hacia la plaza a ver a alguien o a hacer algún trámite. En el momento que voy a responder una pregunta a mi amigo, una ráfaga, un estruendo, mil disparos repetidos traspasan no sólo el limitado espacio de la acera, sino mis tímpanos ya perforados por una antigua lesión. Mi amigo hace un gesto de impotencia con la mano levantada, insinuando alguna imprecación con asomos de irreproducible. Quisiera que fuese un episodio poco común en la vida de esta ciudad que me adoptó de buena gana y con mucho cariño. Pero no, cada dos o tres minutos, con una soberbia inexplicable, con una presunción de la que no conozco parangón en los países en que he vivido o visitado, un chico, una chica, un adulto, cruzan la ciudad con el caño de escape de su moto excretando un ruido antisocial, destructivo, inmisericorde. Pienso en los nenes que duermen un rato para alivio de sus madres, o de los enfermos en los sanatorios o tras la ventana de una casa, pienso en los nervios de miles de villamarienses que ya tienen bastante con otros temas de la vida cotidiana, como para incorporar la gratuita agresión de las motos con escape libre. Pienso en el trauma acústico que la diligente doctora de los oídos me acaba de diagnosticar. Me ha preguntado si hay mucho ruido en mi trabajo: "No, es una oficina normal, con gente normal y ruidos normales. Es la calle la que me ha agredido el oído ya lastimado por otros decibeles". Han sido, en gran medida, las motos de Villa María que, sin horario, sin días laborales o festivos, sin límite de edad o de espacio, agreden diariamente con sus escapes libres a los habitantes de la ciudad, impune e irresponsablemente. ¿Quién, me pregunto, les ha otorgado el derecho de destrozar de ese modo los oídos y los nervios de sus conciudadanos? Los veo pasar con una arrogancia, con un desparpajo, con una indiferencia innombrable, como si el mundo les debiera algo y, por lo mismo, debiera soportar su ruidoso trajín. Nos tenemos que preguntar si la autoridad, tan diligente en otros menesteres relacionados con el orden público, podría rescatarnos, merced a alguna sanción ejemplar, de este cotidiano asesinato auditivo y devolvernos algo del silencio que tanta falta nos hace en estos atribulados días. Benjamín Parra
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