Escribe: El Peregrino Impertinente
Trento, bien al norte de Italia, es una ciudad con basta historia religiosa. Allí, a mediados del siglo XVI, la iglesia católica acordó el famoso Concilio, en represalia a la reforma impulsada por Martín Lutero. Yo no sé si los tipos hoy por hoy seguirán siendo tan fanáticos del agua bendita y el empalamiento de infieles como entonces. Lo que sí sé es que en algunas iglesias se han olvidado las máximas del buen samaritano.
Los caprichos del destino quisieron hacerme llegar a aquellas latitudes, solo y sin un peso (que es aún peor que decir “sin un Euro”, algo así como 5,34 veces peor). Caminaba por la ciudad con la misma cara que pone el perro que se sienta al lado del asador a la espera de un hueso. Aunque mi espíritu, con más aires de dignidad que el del canino, reclamaba como mínimo un choripan.
Así, a eso de las siete de la tarde, llegué hasta una iglesia, y se me ocurrió pedir alojamiento. Invocando a San Pedro, San Agustín y San Abria, golpee la puerta.
Me dejaron en la calle
Me atendió un cura con pinta de reclutador de talentos juveniles del equipo de fútbol del Padre Grassi. Pero se ve que mi sombría imagen no lo cautivó demasiado. Me miró de arriba a abajo, antes de cerrarme la puerta en la cara. Ni me preguntó si me hacía falta algo o de que puesto jugaba. Yo le quería sacar el diploma que acreditaba mi paso por la Parroquia Nuestra Señora del Luján, donde realicé la comunión y me limpié de todo pecado. Pero ni tiempo tuve de mostrárselo.
Resignado, di media vuelta y me puse a buscar una opción superadora. Pateando piedras, mascullaba mi bronca contra aquel religioso que me había hecho sentir tan hereje, dejándome en la calle. Después que no me vengan a hablar de amor al prójimo.
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