Escribe: El peregrino impertinente
Estaba en el Titicaca, el lago sagrado de los Incas, cercado por un grupo de turistas europeos. Nos acompañaba un guía local, con el que recorrimos los vericuetos de la famosa Isla del Sol, corazón de la región. Ahí estaba el tipo, hablándonos de lo maravilloso de su cultura, y de los misterios que rodean ese sitio magnífico. Movía las manos, con voz gutural. Su mirada, locuaz y penetrante, reflejaba su devoción por esta tierra de leyendas.
En eso llegamos hasta donde habían unas piedrotas gigantes. El guía levantó el brazo derecho y señalando a una de ellas dice: “Para nosotros, estas piedras son sagradas. Trátenlas con mucho cuidado ¡Son sagradas, les digo!”. Yo cuando escuché eso, en tal ambiente de misticismo, me hice la película. “Acá seguro que éste sacrifica a algún gringo y se lo ofrece a la Pachamama”, pensé. Ahí nomás saqué la cámara de fotos.
¿Y el tigre?
“Estas piedras son sagradas, ¡Respétenlas!”, insistió el viejo, y luego aclaró: “Esta grandota de acá tiene la forma de un tigre. Es una señal de los dioses”. La verdad es que los dioses tenían una imaginación bárbara, porque nadie veía nada. Unas suecas de la punta ladeaban la cabeza, buscando la figura. Pero no había caso.
Entonces el mozo intervino nuevamente: “¿Cómo, no la ven?”, preguntó. El auditorio se sinceró: “No”. Ahí fue cuando juntó unas rocas del suelo, y ¡pum! lanzándolas sobre la parte superior de la venerada piedra decía: “¿Ven? Ese es el ojo”. Luego otro piedrazo al extremo contrario ¡pum! “¿Ven? esa es la oreja”. Menos mal que eran piedras sagradas, que si no el guaso pintaba la cara del tigre con aerosol.
¿Cómo cambian las cosas no? Respeto por las tradiciones milenarias era el de antes.
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