|
Escribe: El peregrino impertinente
La Mona Lisa, el famoso cuadro de Leonardo, es exhibido desde hace décadas en el Museo del Louvre, en París. Amén de su belleza y calidad, en vivo la pintura no se aprecia demasiado. Es mucho más chica de lo que uno se imagina, y encima está rodeada por un amplio cordón de seguridad. Así, la cara de la señora apenas se ve, por lo que tranquilamente podría ser confundida con la de cualquier vieja del barrio que va a la carnicería con el único objetivo de manguear EL DIARIO para ver los avisos fúnebres.
Lo interesante del asunto, más que la poco sociable obra, es el juego que, con singular dinamismo se desarrolla a su alrededor. Los turistas, que son advertidos de antemano sobre la prohibición de fotografiar el cuadro, se empecinan en gatillar sobre el mismo. Los guardias son los encargados de evitar el siniestro, no sin transpirar la gota gorda.
Manga de inadaptados
“No, no, no, monsieur. No, no, no, madame”, repiten incansablemente, mientras levantan sus manos intentando bloquear los embates de las cámaras. Un día yo fui al museo, y al igual que el 97% de los presentes, amagaba permanentemente con levantar la máquina, sólo para ver la reacción de los custodios de La Gioconda. Un trabajo espantoso el de estos muchachos, que se tienen que aguantar la desidia y la febril intransigencia de una manga de inadaptados que más que la obra, disfrutan de ver la desesperación con la que esas manos censuradoras se levantan una y otra vez.
A todo esto, desde el lienzo, la Mona Lisa contempla el escenario y murmura: “Más jodido es el laburo mío, que tengo que bancarme toda esta gilada y encima poner cara de Laura Ingalls. Cómo los cagaría a trompadas”. Y bueno, son los sacrificios que hace el arte.
Otras notas de la seccion El Diario Viajero
Una alternativa a Puerto Madryn
Lo árido y lo verde haciendo magia
Mortadela estaba el mar
La gran maravilla de Oceanía
Ver, sentir y admirar
|