Qué cosa perversa que son los dueños de los hoteles caros. ¿Cómo se puede explicar de otra manera esa deliberada actitud de obligar a sus empleados a vestirse de manera tan ridícula? Los cinco estrellas más sofisticados suelen emperifollar a los botones con atuendos inauditos. Gorros extravagantes, pantalones bufonescos y chaquetas que solo usaría un adicto al paco con merteolate. Falta que les pongan un cartel en el pecho que diga “pégueme”.
En las grandes convenciones de dueños de hoteles caros, los tipos intercambian anécdotas: “¿Sabés cómo los estoy vistiendo a mis botones? Con un modelo que dibujó María del Pilar, mi hija de tres años. Es un entero rosa con mangas verdes fosforescentes, alas de mariposa y gorros cosacos con lentejuelas doradas. No sabés lo infelices que se ven esos homínidos”, comenta entre carcajadas Lord Garca, dueño del hotel “Le Burgués”.
“Ja, eso no es nada. Yo a los míos, para la temporada otoño-invierno, los obligo a usar chalecos de piel de mono, pantalones de cuero y galeras amarillas. Con mi esposa nos pasamos el día burlándonos de esos simpáticos desgraciados. Qué plato.” Agrega un colega.
Costumbres de clase
Así absorben la tarde estos señores, chochos de la vida. Al finalizar la charla, ya agotados de reírse a costa de sus esclavos, se enjugan las lágrimas y brindan: “Por la tiranía, señores” y beben sus también cargados de maldad brandies.
Mientras tanto, los exóticos botones siguen en la puerta, dispuestos a saludar a los pasajeros y cargar sus maletas. Entra al hotel la señora Pía Elizabeth Arrigorena Beckenbauer Lampetri, y le comenta a su marido: “Mirá cómo lo vistieron al juglar éste. Y bueno, que se cague por proletario”. Todo sea por la distinción. El peregrino impertinente
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