Escribe: El Peregrino Impertinente
Nueva Zelanda, definitivamente, es un gran país. Y no por sus dimensiones (tiene una superficie similar a la de la provincia de Santa Cruz), sino por su desarrollo. La Nación del Pacífico ostenta índices de bienestar que a cualquiera que haya escuchado la palabra Cavallo le provocarían ganas de arrancar árboles y tirarlos contra los trenes, de la envidia.
Veamos: los índices de calidad de vida la ubican a la vanguardia mundial, su economía es fuerte y próspera, la corrupción es casi nula, la inseguridad no existe, el desempleo es bajísimo y la contaminación ambiental ínfima. Aparte tienen el mejor equipo de rugby del mundo, que no será factor para determinar prosperidad, pero suma, sobre todo en el scrum.
La otra cara. Ahora, mucha bonanza y todo lo que quieras, pero al momento de la diversión… flojito. O sea, los tipos son muy amables y atentos, pero tienen menos fiesta que la cara de Mascherano. Se hacen las cinco de la tarde y las calles quedan vacías. Y un viernes a la noche, en una ciudad del tamaño de Villa María, encontrar un bar con gente se torna complicado. En esa difícil tarea estábamos con un amigo uruguayo, en Nelson, y cansados de buscar en vano, le consultamos a un local: “No, no pasa nada los viernes. Estamos en Nueva Zelanda”, nos recordó. Ante nuestra desazón, el hombre ensayó un consuelo: “Bueno, sí, el país es aburrido, pero al menos no tenemos criminalidad”. Mi colega charrúa, harto de la falta de joda, gente y alegría, estalló: “¡Criminalidad!, ¡Criminalidad! Si, nosotros tendremos criminalidad, pero por lo menos vivimos la vida ¡Aguante la criminalidad!” bramó desesperado. Y si, al pibe se le salió la cadena. Nunca antes alguien había extrañado tanto nuestra tercermundista Latinoamérica.
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