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16 de Mayo de 2010
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ESPALDAS
Esteban Defagó

Verónica se mira al espejo, se peina con prisa jugueteando con los dedos de una mano en su pelo, apaga la luz del baño y se dirige al patio de su casa donde lo espera su perro, feo y estúpido, pero al cual ella adora.
Le da de comer en una casuela de plástico amarilla con inscripciones en letra oscura.
Se sienta bajo el sol y el sol es de barro.
Sin encender un cigarrillo estira un brazo para acariciar a su mascota. Está feliz.

HERNAN
Esteban Defagó

Roberto escucha que lo llaman desde lejos. Alguien lo saluda a la distancia y enseguida reconoce a Gastón, un viejo compañero de estudios. Con alegría y sorpresa se acerca a él. Se abrazan y ríen a carcajadas, emocionados y con un guiño de complicidad en sus rostros.
Hernán, de paso por el lugar se detiene a observar la escena.
En sus ojos, un dejo de tristeza, un signo de añoranza.

SALSA CRIOLLA
Marcos Toribio

Ingredientes:
2 dientes de ajo grandes pelados y pisados.
1 litro de vinagre de vino.
1/2 cucharada de orégano.
3 hojas de laurel.
1 ramito de romero preferentemente fresco.
1/2 taza de ají picante.
1/2 cucharada de pimentón colorado picante.
1 cucharada de aceite.
1/2 cucharada de sal gruesa.

Procedimiento:
El aroma del asado hace cantar las tripas.
Cuando llega a los niños les hace cerrar los ojos.

-¿Estará? Preguntó como para sí Esteban.
-No che… La mamá nos va a avisar.
-Pero…
-Dale sigamos jugando, juguemos al domador.
-Luis vení, vamos a jugar al domador.
-Dejalo, juguemos nosotros.

Debe ser que el olor se monta al viento del campo para llegar más lejos. Al lado de la parrilla se siente crujir la carne.
Desde el camino sólo se ve el hilito de humo. Los paisanos que pasan se preguntan si hay fiesta.

¿Fiesta de mediodía? ¿Y la música?, ¿Los caballos?, Yo no veo nada.
Y continúan al trotecito hacia Arroyo Cabral.

Poca atención prestan los de la casa a los paisanos, mucho tienen con el invitado que es importante.
Jefe le sirvo un vino…, se va a manchar las botas con cenizas, ¿son de piel de guanaco…?
Roberta traele una silla a Don Antonio…

Ella se abstrae en su receta.
Hierve un poco de agua con sal y le va agregando los ingredientes con cuidado como si en este proceso pusiera la vida.
Vinagre.
Orégano.
El laurel.
Romero.
Sala un poco más, remueve, prueba, vuelve a salar y a probar y descubre que le faltan los ajíes.

¡Pero si estaban sobre la mesa!, ¡Se los llevó el Luis otra vez?, no puede ser, y sin embargo ya me cansé de decirle que no debía robar las cosas.

La furia la invade, pone los ojos así chiquitos y cierra los puños por un momento.

Ya te voy a dar.

Y sale del rancho…

Lo busca con una mirada que abarca todo, pero ve a Julito y a Esteban nada más. Uno montado sobre el otro como si fuera un caballo. ¡Jugaban!
Pero… ¿y el Luis? Lo buscó y no le encontró. Siempre descartó la voz que le sugería cosas en su cabeza, pero, en cada lugar que lo buscaba volvía con más fuerza hasta que llegó a gritarle.

¡El pozo, el pozo Roberta!

Y ya no pudo dejar de prestarle atención.

Allí al lado del aljibe encontró los ajíes desparramados, pero el niño no estaba.

Se detuvo como si hubiera chocado contra una pared, todo lo demás se esfuma y desaparece, hasta que vuelve a subir los escalones que había descendido en ese momento eterno y descubre que el sol está allí, y la nube, y el concierto anual de chicharras, y los aleteos ocultos en los espinillos, también ese aroma a asado que lo invade todo, pero que ella no es parte ya de todo eso, sino que observa como un pececillo a través del cristal.
Aún así recoge los ajíes, se los agrega a la salsa y cuando está listo todos comen. Todos menos el Luisito que no está.

Don Antonio pregunta por él como si fuera un cumplido para que el Esteban responda está jugando, y ahí se olvida el tema. Todos hablan.

Roberta oye y observa el plato callada y con concentración como esperando encontrar algo que perdió.

Que la cosecha no fue buena este año. Que el clima. Que la hija del Jorge va a hacer madre soltera. Que han traído peones nuevos para hacer el ordeñe. Que al galpón le hace falta una mano de pintura.

El Luisito aparece por la puerta con la cara llena de barro y el padre lo manda a lavarse.

El niño se sienta a la mesa, mientras del plato de su madre brota una gota salada, que luego de flotar en el aire desafiando la gravedad, se incorpora de nuevo al lagrimal del cual cayó antes. Y esos ojos volvieron a verse como relámpagos en la noche, llenos de reflejos espaciales y de dialectos jamás hablados.

La salsa está completa.

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