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26 de Mayo de 2010
Sobre el Bicentenario I
Lo que queremos, lo que tenemos y lo que nos debemos
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Por José Guillermo Mariani

“El país que queremos” o “El país que tenemos” son frases muy usadas en estos tiempos de proximidad a la celebración del Bicentenario. Ellas contienen un sentido oculto que podríamos calificar como crítico, que supone que “el que queremos” no tiene nada que ver con el presente o lo que es lo mismo, que “el que tenemos” es horrible. Pero, en realidad, la clave más profunda del sentido de estas frases está en el singular “el país”. Lo que queremos en efecto, no es “un” país, sino que hay una gran diversidad de países que preferimos, si hacemos referencia no a la tierra y a la geografía argentinas, sino a la clase de país que queremos.
¿Un país encajado en el capitalismo más ortodoxo? ¿O un país socialista?
¿Un país integrado al mundo como dependiente de uno de sus grandes bloques? ¿O un país que, desde sus propias posibilidades rompa todos los lazos de la dependencia para remplazarlos por los de la interrelación?
¿Un país unido comercial, política y culturalmente a los de América Latina con interrelaciones fortalecientes? ¿O uno que tenga la vista y la admiración en el gran país del norte o en Europa?
¿Un país en que las relaciones con la Iglesia no atemoricen a los representantes del pueblo cuando quieran elaborar leyes beneficiosas para todos? ¿O un país que siga atado a las influencias corporativas eclesiásticas? ¿Un país en que las riquezas queden concentradas en los niveles más altos, los monopolios internacionales y nacionales y acuse exclusivamente al Estado por la situación de pobreza creciente? ¿O uno en que la distribución de la riqueza se haga más justa, exigiendo a quienes obtienen mayores y a veces exorbitantes ganancias una mayor colaboración para la educación y las oportunidades laborales? ¿Un país en que la influencia de los medios de información produzca un pensamiento común que se conforme a los intereses de las empresas que los mantienen? ¿O un país de gente pensante por sí misma que con libertad y responsabilidad pueda pensar y criticar la diversidad de informaciones y medios escritos, orales y visuales? ¿Un país ordenado por la represión que conduce siempre el enriquecimiento y acaparamiento por parte de las oligarquías? ¿O un país en que un nivel fundamental de respeto a la dignidad de la persona humana se pueda vivir en libertad? ¿Un país que defienda sus bosques y sus glaciares, sus tierras y su petróleo, sus ríos y sus acuíferos, con generosidad de compartir, pero no con la justificación del robo y la limosna de las ventas? ¿O un país que enajene sus tierras, las empobrezca con cultivos transgénicos, permita su exploración y enriquezca con el deterioro ecológico, la ambición de los extraños?
Esta enumeración, que podría y quizás tendría que ser mucho más larga y detallista, hace ver por lo menos dos clases de país que se anhelan entre nosotros para el futuro. Uno que tiene como ideal la llamada “generación del ochenta”, elitista, europeizante, capitalista, exclusionista, con la conquista de un orden y progreso descalificantes de la mano de obra nativa desplazada por la de la inmigración, la radicación de capitales extranjerosy la eliminación de las comunidades originarias.
Otro que intentó plasmarse en los setenta, armando una resistencia antioligárquica para remediar la injusticia social, y que llegó a la conclusión de que frente a la opresión de mano blanca y frac, no era posible otro recurso definitivo que el de la violencia armada, y fracasó irremediablemente con la imposición de la doctrina norteamericana de la seguridad nacional, que condujo al terrorismo de Estado en que sin ningún escrúpulo se eliminó a toda una generación juvenil. Proceder fanático y cruento que no logró apagar los ideales ni suprimir las semillas de justicia e inquietud sembradas en la historia nacional.
Se trata de dos proyectos absolutamente distintos y contrapuestos. Uno querido y propiciado por el sector más poderoso económico y socialmente. El otro ansiado y apoyado por los más débiles y quienes son sensibles a la injusticia del sistema. No es posible entonces hablar del país que queremos, ni tampoco del que tenemos, porque juegan los mismos criterios de juicio. Sería más objetivo hablar del país que nos debemos a nosotros y a las generaciones venideras.
Creo que es evidente que vivimos una época de transición. Dejarse enceguecer por el encandilamiento de un cambio absoluto es una propuesta imposible. No aceptar los gestos y medidas imperfectas y transitorias pero que debilitan al sistema, es cerrarse a soluciones más perfectas. No mirar y valorar las experiencias latinoamericanas que se van dando a nuestro alrededor es renunciar a todo cambio positivo. Nos debemos un país que vaya creciendo en una línea de igualdad, libertad, independencia y cuidado de sus riquezas naturales y humanas, manteniendo la lucha y el esfuerzo para debilitar a éste al sistema ya en situación agónica con el estruendoso fracaso del capitalismo reinante, que hoy señala a Grecia, e irá marcando con su lápiz de dólares y euros a muchos otros países.

*Presbítero de la Iglesia Católica

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