Escribe: Guillermo “Quito” Mariani*
El Bicentenario nos coloca en un espacio muy especial. O lo reducimos al recuerdo (que no es lo mismo que la memoria) expresado en diversas e imaginativas ceremonias y símbolos. O lo utilizamos para criticar el presente comparándolo con un pasado que designamos como “mejor”, aludiendo por lo general como a la generación del ochenta. O lo dejamos de lado, desesperanzados de que pueda significar algo importante en nuestra realidad actual. O, finalmente, nos decidimos a aprovechar la conmemoración del tiempo y la historia transcurridos desde aquellos acontecimientos constitutivos y nos esmeramos en recoger todo lo que fuimos cosechando a través de las diversas alternativas, errores y aciertos, que nos tocó vivir como Nación.
No es lo más positivo lo que vivimos en cuanto a independencia. Se puede afirmar que cada vez que logramos independizarnos de un poder, tardamos poco tiempo en caer bajo otro dominio, de distinta índole, pero de sujeción al fin. Así recorrimos todos los caminos de la dependencia política, económica, cultural, armamentista y en oportunidades con una gran dosis de complicidad de los sectores internos.
De cada período aprendimos, por activa o por pasiva, diversas lecciones. Con sus propias deficiencias tuvimos hombres y mujeres verdaderamente jugados por la Patria, desde las fuerzas armadas, los gobiernos, la educación, los derechos humanos, la Iglesia. Lo que somos hoy como realidad y como futuro depende no sólo de los aciertos o insuficiencias de respuestas y decisiones por parte de nuestro actual Gobierno sino de múltiples acontecimientos que brotaron de ideas y proyectos progresistas en orden a liberarnos de las distintas dependencias. De muchos podemos afirmar que fracasaron. Y en realidad la no consecución de sus objetivos quizás demasiado ambiciosos para el momento, puede tildarse así. Pero los ideales perduraron infiltrándose en nuestra historia.
Las pasiones políticas se mezclaron con intereses mezquinos y egoístas de sectores y corporaciones, y nos han desequilibrado y literalmente han arruinado muchas de las conquistas logradas. El apasionamiento político desinteresado del bien de la República, que constituye una caricatura de la democracia, nos lleva a menospreciar el pensamiento y la obra de distintos gobiernos, de una generación juvenil, de los esfuerzos latinoamericanos con sus características auténticamente revolucionarias, aunque remarcados a veces por la resistencia armada o las camarillas elitistas mantenidas a espaldas de los intereses populares.
Con doscientos años de historia se puede afirmar que estamos en tiempo de cosecha para alimentarnos y sembrar. Quedarse encerrados en los prejuicios, en la disconformidad, en la crítica, en la perspectiva exclusivamente nacional, en el pesimismo con que la crisis del capitalismo mundial procura desalentar todos los intentos de recuperación por distintos caminos que los del “pensamiento único” bautizado como globalización, resultará traidoramente esterilizante.
Con una coincidencia que me parece elocuente, nuestro Bicentenario abarca las fechas del calendario cristiano que llamamos Pentecostés, la recuperación por parte de las primeras comunidades de seguidores de Jesús de Nazaret, del espíritu que animó su vida, su testimonio y su ofrenda... Y me parece que ése tiene que ser el significado más profundo de nuestra celebración bicentenaria. Exigirnos la delicadeza de reconocer todo lo conseguido en el presente y en el pasado y transformarlo en semillas que enriquezcan nuestro futuro con la posibilidad de nuevas siembras y mejores cosechas.
*Presbítero de la
Iglesia Católica
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