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El Peregrino Impertinente
Las tortugas son un espectáculo. Envidio profundamente a estos bichos prehistóricos. Y no solamente porque viven 478 años. Sino por lo simple que se les hace viajar. No necesitan nada. El caparazón es su casa, que llevan con ellas adonde van. Llueva o truene, con frío o con calor, en cualquier terreno, las tipas gozan de alojamiento con todos los servicios.
Y lo mejor es que se abstienen de realizar todas las actividades despreciables que implican vivir en una morada convencional: no tienen que pagar alquiler ni hacer depósito de adelanto ni aguantarse a la vieja puera del tercero que te grita “nene bajá la música o llamo al comando”, refrendando esa costumbre tan particular de las viejas pueras, que en vez de decir “voy a llamar a la Policía” dicen “al comando”. ¿Qué carajo es el comando? A mí me suena a fuerza tipo paramilitar. No sé con qué flashean las señoras estas, pero seguro que algún pin de la Triple A guardan en la mesita de luz. Y una 38 semiautomática.
No se comen ninguna
Las tortugas son un espectáculo, decía, y lo subrayo. Si se van por los caminos y alguien las bardea, levantan campamento y parten para otro lado, sin dramas. No se comen ninguna. Sólo a la hora del apareamiento dependen de terceros. Los caprichos hormonales hacen que desvíen su viaje para enfiestarse como locas por algunas horas. Y eso es todo. Después del jolgorio, los excesos y el descontrol sexual propio de la especie, vuelven a su vida tortugal de independencia y lechuga crespa.
Pero son bravas, no se crean. A mí me miran y yo ya les leo el pensamiento: “Y este otario todavía anda renegando con la recategorización del monotributo, el miedo a que lo echen y la suba de precios del queso cuartirolo. Qué gilaso”, me fustigan. Maldigo a estos reptiles y sus libertades.
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