Escribe: José Guillermo Mariani*
El ideal de una humanidad sin discriminaciones puede calificarse de irrealizable. Muchas inseguridades personales y sociales necesitan rebajar a otros para crecer y destacarse. Y este recurso defensivo y a la vez agresivo se justifica muy fácilmente. En la historia de la Iglesia, contagiada muchas veces con los defectos sociales, pero también enriquecida por testimonios de verdadero seguimiento de Jesús de Nazaret, se han dado grandes discriminaciones sumamente agresivas. En principio la “salvación eterna” prometida sólo a sus integrantes, prologanda hoy con la afirmación vaticana de que no hay otra verdad que la de la Iglesia Católica, resultó hiriente y descalificante. Manifestada primero en la expulsión de las comunidades o en prevalencia de los ricos y nobles sobre los pobres y anónimos de que dan cuenta las cartas de Pablo, muy pronto la discriminación avanzó hasta la persecución de la inquisición y las guerras de conquista de los lugares santos de Las Cruzadas. Las torturas, las delaciones, la vigilancia permanente y las alianzas con el poder imperial, las ejecuciones públicas por la horca o la hoguera pretendidamente ejemplares, se continuaron después y todavía subsisten en gran parte.
Huellas que todavía marcan a la Iglesia
Impiadosos tribunales romanos como la Congregación del Indice y sus prohibiciones de grandes obras literarias, acompañadas de exigencias de retractaciones irracionales, con pena de excomunión (es decir expulsión y negativa de todos los beneficios eclesiásticos incluyendo alimentación, prestigio, participación comunitaria, renuncia a conclusiones científicas y hasta satanización del pensamiento propio) son huellas que marcan todavía el presente de esta Iglesia de Benedicto XVI. Una Iglesia que ha logrado repetir las condenas y prohibiciones para los más destacados teólogos, escrituristas, moralistas y abnegados pastores reconocidos por el pueblo creyente como verdaderos mensajeros evangélicos.
El evangelista Lucas narra en su capítulo 12 un episodio aleccionante. Jesús acude a compartir una comida con un fariseo de esos a los que él había calificado de hipócritas, sepulcros blanqueados y raza de víboras. ¿Cómplice?
Entra en la sala una mujer sin convocatoria ni permiso. Sus lágrimas mojan los pies de Jesús que seca con la caricia de sus cabellos y cubre de abundantes besos (todos estos gestos indican un amor que, más allá de la admiración o amistad, están cargados de sensualidad). El fariseo advierte que se trata de una prostituta conocida. Jesús no reacciona sino que la deja hacer y la alaba por su amor. ¿Cómplice?
Al final del pasaje Lucas indica que con los doce elegidos por él mismo lo acompañan varias mujeres. Entre ellas Magdalena de la que habían salido siete demonios (se trataba de enfermedades) y la esposa del intendente de Herodes representante del poder imperial que agobiaba al pueblo.Jesús permite la compañía y la intimidad grupal con estas mujeres a quienes la sociedad colocaba en rango de inferioridad frente a los varones. Y ¡para colmo! a una pecadora como Magdalena y una servidora de Herodes. ¿Cómplice?
Jesús tenía una norma...
El gran testimonio de esa conducta de Jesús no es la complicidad como puede aparecer en un primer momento. Es la indiscriminación. Si aquella mujer que entró a la sala era heterosexual o lesbiana ¡no importaba! Amaba más que el impoluto fariseo. Si otras “ricachonas” lo seguían para ayudar al sostenimiento del grupo, ¡no importaba! Si los fariseos envueltos en falsedad y congraciados con el poder lo invitaban al acto tan cálido de compartir la mesa, ¡no importaba! Su norma era no discriminar. Admitir lo bueno que había en cada uno y respetar sus posibilidades de construir un mundo de relaciones distintas por lo fraternales.
Una discriminación cruel e injusta
No se entiende entonces cómo la Iglesia desde un sector evidentemente animado por sus jerarquías más conservadoras pueda insistir en una discriminación tan cruel e injusta como la que ha regido durante tanto tiempo para los homosexuales, negándoles derechos humanos fundamentales. Está casi superada la discriminación de los judíos. Le falta mucho todavía a la discriminación de la mujer. Sin poder temporal, la discriminación de los que no creen sus dogmas o rechazan sus normas de conducta anquilosadas en el pasado ya no tienen tanto peso. Las discrimaciones raciales no fueron tan notables porque la inferioridad de razas ya estaba establecida por el capitalismo con mucha fuerza y no hacía falta sacralizarlas. Pero frente a esta realidad que pretende restablecer el derecho a amarse y acompañarse entre personas del mismo sexo y a proteger a los desamparados con el acto de amor de la adopción, la actitud de grupos casi fanatizados sostiene que hay que oponerse a toda costa. Seguramente esto no estuvo ni estaría hoy en el programa del reinado de Dios de Jesús de Nazaret.
*Presbítero de la
Iglesia Católica
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