Escribe: Pepo Garay
(enviado especial de EL DIARIO y Adiccra, desde Johannesburgo)
La primera Copa Mundial en Sudáfrica no sólo permite ver fútbol, sino también la tremenda injusticia social que domina al país y al continente.
Los negros de escasos recursos limpian las casas. Lavan los autos. Cortan el césped. Así se llevan entre 80 y 100 rands por día (unos 12 dólares). Si tienen suerte y trabajan toda la semana, al mes embolsarán un promedio de casi 2000. Con eso vivirán a duras penas. O mejor dicho, sobrevivirán. Son los que viajan en los llamados “taxis”, pequeñas vanes populares donde se amontonan para llegar a destino. Los que se visten como pueden. Los que comen cuando hay. Son los pobres, 25 millones de personas que representan la mitad de la población sudafricana. Una realidad que arde, y que aún en tiempos de Mundial, resulta indisimulable.
Del otro lado están los blancos y los negros de buen pasar. Cada uno de los integrantes de sus familias tienen auto y así se salvan de utilizar el penoso sistema de transporte público. Todos viven en casas dignas, con calefacción, aire acondicionado, Internet y sofisticados sistemas de seguridad. Aquí, las rejas, alarmas y vallas electrificadas, representan mucho más que un somnífero contra el miedo. Son símbolos de una sociedad explícitamente dividida: los que están adentro. Y los que están afuera.
La radicalización es aun más evidente en las fronteras entre los barrios ricos y los barrios pobres. En Johannesburgo, por caso, las decenas de miles de visitantes extranjeros incitados por el fútbol pueden dar fe. Ahí está Sandton, hogar de los mejores hoteles, cafés y restaurantes para turistas. Las camisetas y las banderas están a la orden del día. Las calles son limpias, seguras y agradables. El clima sabe a bienestar. A escasos metros de allí, aparece Alexandra, un antiguo ghetto que, tal como Soweto, sirvió para aglomerar negros durante el Apartheid. Hoy todavía es sede de miseria y sinsabores. Todo, a pasitos de donde el Mundial intenta mostrar su mejor cara.
Los ejemplos de desigualdades siguen en otros sectores, como aquel que divide el opulento Northcliff y el humilde y olvidado Windsor. También se perfila en las voces de muchos locales, que sin importar su condición económica, lamentan la tremenda injusticia social que vive Sudáfrica.
En las afueras de la gran ciudad, la vera de las carreteras muestran una pobreza todavía más certera. Salteadas por lujosos shoppings y paseos de compras, aparecen interminables filas de viviendas de chapa. Multiplicadas en miles, están ambientadas por gente deambulando a la intemperie y mucha suciedad. El contraste lo marcan los BMW y Audis que silban a los costados, relampagueantes por el asfalto.
Mientras tanto, el campeonato sigue su marcha, con goles, show y fiesta. Convite memorable, pero al que no todos en este país fueron invitados.
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