Escribe: Juan Montes
- Oigo voces.
- Por favor mujer, no se resista más, el fuego ya le llega a los pies, arderá entera. Resígnese, está sola.
- No. Hay voces allá al fondo. Yo las oigo.
Hay dos situaciones elementales y concretas que produjeron la desenfrenada reacción mediática durante el desmesurado y desestabilizante locaut rural: por un lado la Ley de Medios de Radiodifusión y por el otro, la política de Derechos Humanos, entre los que se encuentra la investigación acerca de la identidad y origen de los hijos adoptados de Ernestina Herrera de Noble, cabeza visible del Grupo Clarín, el más poderoso del país.
La virulenta reacción mediática que fogoneó los cuerpos bañados en gasoil sobre las rutas del país en el otoño de hace dos años, tuvo como presa excluyente la disputa de la palabra. La palabra con que se construye el lenguaje de la manipulación. ¿Qué producto venden los medios? La palabra. Nada más cotidiano, natural y necesario que la palabra. Nada más imprescindible que la palabra. ¿Y cuál es la estrategia de venta de la palabra? El mercado cautivo de la lengua mediática. Su propia comunidad lingüística.
Pero las palabras aisladas no representan nada. Las palabras unidas, seleccionadas, encadenadas una detrás de otra, pensadas, escogidas entre miles, relacionadas, intencionadas, ya no son sólo palabras. Las palabras son vehículos de expresión, las expresiones son formas del pensamiento, el pensamiento construye o destruye, limita o rompe límites, el pensamiento define, posiciona, orienta. ¿Y qué habla la comunidad lingüística cautiva por este entramado comunicacional? Habla palabras que no le pertenecen, piensa pensamientos que no le son propios, expresan ideas que le son ajenas; el discurso se atomiza, el medio original tiene así tantas repetidoras como hablantes tenga la comunidad que ha cautivado.
El tesoro a disputarse era el más elemental y cotidiano de los que pueden existir en la naturaleza humana: la palabra. Ese ingenuo y accesible instrumento más poderoso que todo lo que exista sobre la tierra. La palabra. Sin ella el poder no existiría, no podría expresarse, no podría nombrarse a sí mismo. Cristina Fernández supo, o intuyó esa verdad, y las corporaciones capitalistas intuyeron que sin la palabra hegemónica, sin el discurso único y conductista, su sistema se debilitaría
Esta mujer supo desde un principio que si sus gobernados no hablaban un idioma de pertenencia real sería inútil cualquier acción de gobierno que hiciera, si es que estas acciones desfavorecían a los grupos de poder. Comprendió que un pueblo sin lenguaje propio es un pueblo expuesto a los vaivenes de los intereses económicos que siempre han marcado el ritmo a los gobiernos. Los grupos concentrados, entre los que Clarín es el más poderoso, midieron el riesgo y redoblaron la apuesta. Nace así lo que comúnmente se llama el país virtual.
¿Cómo funciona el país virtual? Instalando en la comunidad información recortada, descontextualizando acontecimientos, ocultando acciones, callando declaraciones, promoviendo el miedo, generando inseguridad, estableciendo el odio, resaltando aspectos que convengan a los intereses que les son propios. Es decir: apropiándose de la palabra, la expresión y el pensamiento mediante la penetración masiva; la manipulación establece un orden donde parece cierto lo que no es, o no lo es del todo. El objetivo es que esa comunidad crea lo que el sistema comunicacional decida que tiene que creer.
Cuando la mandataria desempolvó sus apuntes universitarios recuperó palabras olvidadas, promovió ideas que los procesos conservadores y neoliberales habían caducado y retomó viejas consignas que se creían enterradas. "Inclusión, redistribución de riquezas, paritarias, juicio a crímenes de lesa humanidad, ley de medios, integración latinoamericana". Estas fueron las razones, las palabras mágicas que sacudieron al establishment, los temores que generaron el país virtual. Y el país virtual creó, a no dudarlo, otro país real: el del odio. Había que matar a la yegua.
¿Qué había insertado la presidenta para que la furia, el odio irracional, el desmerecimiento social y hasta el riesgo institucional se adueñaran de las tapas de los diarios, de los programas televisivos, de las radios, de las redes informáticas y explotaran en millones de repetidores individuales? Lo que esta mujer había tocado era el nervio más sensible de la corporación mediática, había descubierto que el verdadero germen de la disputa era sencillamente la palabra. El gran paso que dio desde el llano fue la construcción de un discurso propio, la resignificación y socialización del discurso diferenciado y por ende, la oposición del discurso real contra el discurso virtual. Recuperar la palabra, arrancarles las palabras, poner las palabras en su verdadera dimensión, y devolverle a las palabras su verdadero valor. Era demasiado significado.
Pero quizás lo más importante de esta conquista fue la forma como se logró. La Ley de Medios, antes que llegara al Congreso, había sido puesta a consideración de miles y miles de personas de toda la República, la sociedad había discutido, corregido, enriquecido, agregado con palabras propias la ley que le devolvería palabras diversas. Se había generado la necesidad de una ley más participativa. Se había creado conciencia de la necesidad. La Ley de Medios, antes de ser ley ya tenía un estado de pertenencia.
Esta estrategia de debate colectivo impulsada por el Gobierno, esta personalización de la relación Estado-sujeto, esta posibilidad de poder participar de las cuestiones de Estado, es una refrescante estrategia de construcción de poder. La resignificación del rol social, la recuperación de la mística de la participación y el realineamiento de la militancia, representan seguramente, el logro más importante de la presidenta, que guste o no, es la señora Cristina Elisabet Fernández de Kirchner.
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