Escribe
Rubén Ruëdi,
escritor
Los derechos civiles no tienen nada que ver, en absoluto, con las creencias religiosas. La creencia religiosa es una decisión con basamento en la conciencia del ser, una opción espiritual que muchas veces tiene arraigo en la edad primaria de la persona.
La opción sexual, por su parte, tiene anclaje en la libertad de “ser” y todo sapiens tiene derecho a la felicidad, derecho tan humano como civil.
Por otra parte, nadie tiene derecho a negar el derecho del otro, valga la redundancia, y menos aún invocando algo tan “suyo”, personal, como la religión, la fe en Dios, su propia opción.
En estos días de transformaciones, evolución social y reparación histórica para diversas minorías, la hipocresía emerge desde el sedimento de tanto tiempo de oscurantismo intelectual producto del negado debate y la reflexión.
Las espadas visibles de los sectores que entienden a la religión como una fuerza opresora sobre las conductas humanas y no como una alternativa espiritual liberadora que ayude al hombre y a la mujer a ejercer la plenitud de la vida, esgrimen los más inquisitorios argumentos para avasallar las libertades ajenas y conculcar el derecho civil de los homosexuales, llegando a la paranoia de la mística y el odio acendrado en el fanatismo religioso -“la Guerra de Dios”-.
Las iglesias están para asistir las cuestiones del “alma”, pero muchas de ellas han extraviado el punto de referencia que las acerca, justamente, al intangible objeto de su culto: el alma.
Vaya regresión, entonces, si recordamos que la esclavitud de los negros africanos fue justificada por el clero de su tiempo con la argucia de que “ellos”, los negros, no tenían alma y por eso podían ser sometidos a la vil condición del esclavo.
Ahora pareciera que los que no tienen alma son los homosexuales, a quienes alguna jerarquía eclesiástica se refiere como “ellos”, y por tal faltante no pueden acceder al derecho civil que otorga el matrimonio igualitario.
¿De donde salen “ellos”? ¿De matrimonios homosexuales? No. Ampliamente se trata de hijas e hijos de matrimonios heterosexuales.
Entonces, ¿por qué si es al revés tiene que ser distinto? Es decir, ¿por qué tanta afirmación infundada de que si los homosexuales crían niños o niñas inexorablemente estos se convertirán en gays o lesbianas?
Una barbaridad, si tenemos en cuenta que los homosexuales provienen de matrimonios que no lo son. Lo importante, en todo caso, es la calidad del matrimonio, los valores que se les dispensan a los hijos, el amor que se les prodiga. Luego los hijos, hechos pájaros, volarán hacia el horizonte que su destino natural les indique.
¿A quién molesta, perjudica o trastorna que dos personas del mismo sexo se casen? ¿Al cuerpo social? No; sólo a los que siempre temieron al ardor de la palabra sagrada por la que a lo largo de la Historia se libraron los arduos combates de la humanidad: la libertad.
De eso se trata, de ser una sociedad de hombres y mujeres libres, de acuerdo a la conciencia de cada uno de nosotros y no sometida a los rigores de dogmas relativos. Nadie tiene derecho a imponer al otro su propia pauta moral, condicionada por su creencia religiosa. No hay moral más alta que el respeto a la diversidad. No hay mayor degradación humana que la conculcación de los derechos del prójimo, la ofensa a la íntima elección de vida del semejante, la intromisión en la sexualidad del otro.
Las sociedades evolucionan y desde la propia experiencia van corrigiendo normas de convivencia atrofiadas. No hay manera de detener esa evolución; por más que la doble moral encapuchada amontone ramas secas a los pies de la libertad con el propósito de encender la hoguera, tal como se hacía en el Medioevo.
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