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18 de Julio de 2010
Destinos / Catamarca / Paso de San Francisco
Colosal cordillera
Las más deslumbrantes visuales de montaña cortejan el camino que lleva hasta la frontera con Chile
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Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO

Esto es un delirio. Admirar las cadenas montañosas perdiéndose en el infinito, bañadas en mil colores diferentes, manda por el tubo cualquier tipo de análisis racional. Rojo, gris, naranja, amarillo, marrón, violeta. El cómplice sonido del viento. Y después, nada. La soledad aprieta, invade el pensamiento. Nuestra pequeñez apenas resiste la magnanimidad del Paso de San Francisco.
En ese apartado punto de nuestro territorio nacional, la realidad adquiere otra dimensión. Zona volcánica de interminables cerros y paisajes estremecedores. Región de la cordillera, frontera con Chile. Centro oeste de Catamarca, piedra preciosa de un país experto en coleccionar maravillas.

@Maravilloso contexto

Resulta inexplicable que un terreno dotado de semejante hermosura, no conforme el listado de los destinos más populares de la Argentina. ¿Cómo concebir que lugares como este, virtuosos hasta sus cúspides en magnificencia y elixires visuales, descansen en el sótano de las preferencias vacacionales del turista nacional?
Pero cuidado, la pregunta no tiene forma de reclamo. Faltaba más. La inmensidad del escenario es aún más significativa gracias al tímido aporte del silencio y el desamparo. En este rincón de la Cordillera de Los Andes, el aire sabe a destierro. Placentera y amarga a la vez, la vivencia provoca punzantes emociones.
Para llegar hasta allí, habrá que arribar primero a la localidad de Fiambalá. Ultima fuente de civilización antes del paso cordillerano, el tradicional poblado ofrece sublimes paisajes de vid y montañas. Además, termas y espectaculares dunas de arena, como para terminar de convencer al visitante. Desde este punto, son 180 los kilómetros que nos separan de San Francisco. No queda más que disfrutar de todos y cada uno de ellos.

@En el camino

El primer tramo del trayecto transcurre entre montañas, áridas formaciones rocosas que se involucran de cerca con la carretera. El Río Guanchín, primero, y el Chaschuil, después, son otras ocasionales compañías en la primera mitad del recorrido.
Más tarde, el horizonte se abre en búsqueda de los límites territoriales. Generoso, va regalando una alfombra de tonalidades. Carpeta que se extiende por el desierto hasta chocar con los monumentales cerros, testigos mudos del milagro natural. Una ruta suave y compañera, algunos guanacos dispersos por el valle. No hace falta más.
El camino va haciendo su labor calladito, aunque sin darnos cuenta nos eleva de manera deliberada, 2.000, 2.500, 3.000 metros sobre el nivel del mar. Distraídos con el entorno, el mareo pasa desapercibido. 3.200, 3.500, ¡3.700! Ya no hay forma de hacerse el desentendido. La altura pega y hay que empezar a hacer algunas paradas para aclimatarse a la situación. Cuando llegamos a destino, el altímetro acusará más de 4.500 metros.

@Impresionantes Seismiles

En esa coyuntura de inmensidades, el viajero aprecia con satisfacción las siluetas de Los Seismiles, una cadena de 14 picos que superan los 6.000 metros de altura. El equipo sale a la cancha con los cerros El Fraile (6.065 msnm), San Francisco (6.080), Incahuasi (6.640) y el volcán Pissis (6.792) entre otros. La formación la cierra el Ojos del Salado (6.891), su capitán. Descomunal estampa, es considerado el volcán más alto del mundo, además de la segunda cima más alta de América (sólo superada por el Aconcagua).
Ya los Incas conocían las bondades de estas maravillas. Fueron ellos los encargados de deshilar varios de los misterios de la puna catamarqueña. A sus huellas, que aún perduran en lo más recóndito del oeste, se le suman ahora las del viajero, sabio imitador de las buenas costumbres ajenas.


Ruta alternativa - Vivir en Baires

Escribe: El Peregrino Impertinente

Buenos Aires es una ciudad fantástica. Tiene sus contras, claro: hay smog, el tránsito es un infierno, todo el mundo anda apurado, el jefe de Gobierno es Macri… Pero al fin y al cabo, la ciudad también tiene muchas cosas positivas. La belleza de su arquitectura y la amplísima oferta cultural, por caso, la convierten en una de las metrópolis más interesantes del mundo.
Además, la capital también representa un valuarte en el terreno antropológico. No caben dudas: el Porteño, esa “rara avis” urbana, es un espécimen digno de estudiar. Habla hasta por los codos, a gran velocidad y con acento inconfundible: “Mira, sho ahora le shevo los papeles al Shasho y nos vemos en Ashacucho y Cashao ¿Querés?” Le pregunta el hombre, sentado en el café, a su amigo. “Dale y sha que estás comprame un shogur, que shevo tres horas sin shevarme nada la boca. Sho la llamo a Shamila y que esha se encargue de que shegue Shamil”. Le responde el otro.

@No es fácil

Después uno se sube al subte, contento de viajar en ese medio de transporte tan extraño a la realidad del interior. El júbilo forastero desentona con los rostros locales: alrededor sólo se divisa agotamiento, desazón y hartazgo. Y los que somos ajenos a esa existencia ultra urbana, nos compadecemos, pensando que a muchos de los pasajeros todavía les espera un interminable y apretujado trayecto en tren hasta el conurbano. Así se pasa la vida esta gente, entre el caos del transporte, las corridas y los shas, shes, shis, shos y shus. Mientras nosotros, desde nuestra mediterraneidad, nos cansamos de criticarlos. Creo sinceramente que se nos va la mano y que la mayoría de los porteños son buena gente. Y si, con todo lo que se tienen que aguantar… Sho los re banco muchachos.

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