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De aquel bombardeo que dejó cientos de muertos y ruinas, a este reducto de vida y memoria |
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Escribe: "Pepo" Garay
(Especial para EL DIARIO)
Cada civilización cuenta con su espacio sagrado. Para los incas era el templo de Machu Picchu. Para los antiguos griegos, el Monte Olimpo. Para el mundo árabe, es la Meca. El pueblo vasco, acaso uno de los grupos étnicos más antiguos del mundo, también tiene el suyo. Es Guernica, pequeña ciudad del norte ibérico donde reposa el famoso roble homónimo, símbolo de las libertades de Euskadi. Desde su refugio, el árbol irradia a toda la localidad, contagiando de historia y redención a calles y montañas. El aire huele a culto, honor y leyenda.
Con apenas 16 mil habitantes que caminan despacio, Guernica disimula su impronta. Cabecera de la comarca de Busturialdea, atesora en su timidez parte importante de la historia del País Vasco. Hasta aquí llegaban los reyes españoles para jurar respetar los fueros vizcaínos. El acto representaba la independencia, si no política, al menos cultural de los vascos respecto al reino. La huella de aquella tradición, tallada en el orgullo de varias generaciones, aún se erige como pilar del sentimiento patriótico euskaldun.
Allí está el roble, modesto de figura, pero gigante en significado. Aún siendo un retoño del original, su talante inspira admiración. Bajo la sombra del árbol, los señores de Vizcaya redactaron sus leyes hasta 1876. Como herencia de aquella época, aparece lindante la Casa de Juntas. En el agraciado edificio funciona actualmente el órgano legislativo de la provincia. El recinto goza de exquisito atuendo, al igual que la vecina Sala de Las Vidrieras, con sus murales y cristales.
Sin embargo, no todo sabe a gloria en Guernica. El municipio también desnuda las cicatrices de un pasado cruel y sombrío. Fue en 1937, en pleno auge de la Guerra Civil española y la locura fascista. Varias crónicas históricas relatan que el general Francisco Franco, enemigo acérrimo de los vascos y su carácter autónomo, pactó con su aliado Adolf Hitler un plan que a ambos les traería beneficios. Con un feroz bombardeo sobre la localidad, los alemanes podían ensayar el poder bélico de su fuerza aérea, pensando en la guerra que se venía. Al mismo tiempo, los proyectiles buscaban herir de muerte la meta emancipadora de los vascos. Cientos de muertos y una ciudad completamente destruida y aterrada corporizaron el saldo de semejante desquicio.
La memoria de aquel fatídico episodio aún sobrevive dignísima en el sentimiento de los pobladores. También en el “Guernica”, el célebre cuadro de Picasso que se exhibe en Madrid. Un símbolo mundial del rechazo a cualquier tipo de guerra.
Tradición y montaña
Pero no sólo de efemérides vive la ciudad. Recorriendo arterias sumisas y coloridas, el viajero disfruta de un ferviente legado cultural, testigo de la idiosincrasia vasca. El mercado callejero de los lunes deja entrever las costumbres culinarias de Euskadi y las formas de comerciar de su gente. Cerca del lugar se encuentra el estadio de pelota, deporte nacional de los vascos, y los museos Euskal Herria y de la Paz.
Claro que ninguna visita a Guernica estaría completa sin un paseo por los bellísimos cerros que la rodean. El verde poderoso, una agradable constante en casi todo el país, brilla aquí de manera formidable. El paisaje adquiere aún mayor belleza con el decorado que dan los caseríos, otra postal de la nación.
En el Parque de los pueblos de Europa, las esculturas Gure Aitaren Etxea lucen el fondo majestuoso que le dan las montañas. En las inmediaciones desfilan las aguas del río Oka, que se pierden entre las laderas. El sublime escenario bien le sienta a esta tierra sagrada.
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