Escribe: Lic. Matilde N. Soleri
Hoy vuelvo a escribir con la ilusión que pongo cada vez que lo hago, que es la de poder volcar en mis palabras no sólo el pensamiento, sino también el sentimiento, ya que estoy convencida que ambos deben siempre estar juntos, porque son los que en algún momento permiten contar la vida y la vida está envuelta en los sentimientos más profundos que puede construir y anidar el ser humano.
Hoy siento que debo hablar de lo “especial” y, como siempre, voy a hacerlo desde el lugar en que yo puedo explicarlo.
Los que alguna vez leyeron algunos de mis artículos saben que soy “esa docente”, “la psicopedagoga” o como a usted más le guste llamarme, que siempre habla de los alumnos con Necesidades Educativas Especiales (NEE), de su derecho a participar de la educación que se brinda en la escuela de educación común, de la imperiosa necesidad de que esto deje de ser una lucha que dura años (porque la educación es un proceso que hoy tiene dos años de Nivel Inicial, seis de cursado en el primario y seis en el Nivel Medio). Es decir, catorce de educación obligatoria, necesaria y debiéramos decir placentera y de disfrute en cada etapa para todos: alumnos, docentes, familia.
Pues bien, cuando hablamos de alumnos con Necesidades Educativas Especiales, lo especial nos plantea un camino diferente, pero esto no es lo que sorprende a los padres; lo que al padre lo angustia y lo hace sentir permanentemente que camina por una cornisa -en la que no sabe durante cuánto tiempo podrá mantener el equilibrio- es sentir que todo depende “de quién interpreta la ley” del otro lado.
Es decir, todo depende del nivel y capacidad de comprensión del que está del otro lado y en ese espacio de trabajo (llamemos escuela, club, etcétera) las personas rotan permanentemente y entonces el padre/madre se encuentra en una constante búsqueda de comprensión, de que se entienda por qué el alumno hace esto o aquello... o por qué no puede hacer esa actividad que se supone a esta edad cualquier niño resuelve…
Y entonces se pide más tiempo… y por qué no una actividad distinta... Y si en la hora de esa materia que parece tan conflictiva probamos algo diferente… Y si siempre, como una constante, del otro lado se escucha… "¿y los otros?... tengo treinta que también me esperan…”. Y el padre/madre dice “¿y el mío?...”. Es uno contra treinta y esa diferencia tan desigual que debiera jugarle a favor porque “¡es sólo uno!”, le juega en contra y las estrategias parecen acabarse…
PERO NO, porque hay un niño que no está solo. Tiene una FAMILIA que un día no hace mucho tiempo SE DESARMO cuando le dijeron que su hijo/a era especial; pero que como el junco sólo se dobló o se desarmó como una gran torre que se cae por un fuerte viento, un huracán; pero cuando la tempestad pasó comenzó a levantarse nuevamente, de a poco, pero con bases firmes, con la solidez que necesita su hijo. Y tan así es esto, que cada vez que la golpean parece que va a caer, pero vuelve a acomodarse y como el junco sigue de pie a pesar del fuerte viento.
Esa es la madre o el padre de un niño especial. La familia de un niño especial que acompaña a su hijo en su educación escolar sistemática no es una familia común: es (como lo hay muchas) una familia a la que un vendaval casi la arrasó un día de manera inesperada, pero no la venció y se ha recuperado y está de pie y de su mano sostiene a su hijo/a sin dudarlo…
Que todos los que tenemos un lugar en el hermoso mundo de la educación no sólo seamos capaces de darles la mano y ayudarlos a transitar los múltiples caminos del saber que nos ofrece la escuela, sino que también podamos mostrarles lo importante que es para nosotros compartir con ellos cada jornada escolar, ya que la hacen “especial”, pues nos permiten descubrir con su mirada, sus gestos, pensamientos y acciones lo “especial de la vida”.
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