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El peregrino impertinente
“En los países del tercer mundo todo es mucho más visible. La conexión entre la agricultura y el mercado es directa. No hay intermediarios ni paquetes ni conservantes. Entonces todo lo que comprás es realmente natural”, me dijo una vez Dave, un viejo sabio estadounidense. Y es verdad. En muchos lugares la mecánica es esa. En los puestos de venta, la comida viene directa del campo. Así, el consumidor se asegura precios más bajos y, lo más importante, mayor frescura de los productos.
Mozambique es el mejor ejemplo. Uno va viajando en las famosas “Shapas” (o minibuses) y en cada parada se te acerca una tropilla de vendedores a ofrecerte lo que sea: gaseosas, cigarrillos, pan, fruta… y pollo. Pero cuando digo pollo, es recién salido del gallinero. Osea, vivo.
Mientras el visitante observa asombrado la peculiar escena, los locales estudian la mercancía. Ahí están, palpando las gallinas desde la ventanilla. Con la misma naturalidad con la que la señora villamariense, pícara, tantea la carne en la góndola del supermercado y especula: “Con este osobuco les hago un guiso bien pulenta a aquellos otros, así sobra y a la noche no tengo que cocinar”.
Igual o mayor compromiso le imprimen los tipos al toquetear el animal. Lo leen prácticamente. “Dos kilos seiscientos, buena consistencia, de carácter templado. Este va a estar bueno pa’ escabeche”, piensa el morocho, y compra.
“Tamo’ hasta las manos”, dicen los bichos con la cara, ojos saltones, pico tieso. Presienten lo peor. Así como vienen, los mandan abajo del asiento, o adonde haya lugar. Entonces el coche arranca y sigue el itinerario planeado. Aquí no ha pasado nada señores. Qué pollito nos vamos a comer esta noche.
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