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Foto Francis |
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Me fui de Villa María a finales de los ‘70, por la 9, con destino a Buenos Aires. Tomé un café en aquella Terminal que parecía tan grande y acaso moderna. Era grande, claro, por que yo era chico; espaciosa, porque sólo había Chevalier, Córdoba Coata, Transporte Villa María, Ablo-General Urquiza.
Me fui de Villa María a fines de los '70 y me llevé aquella postal grabada en la retina; la de una ciudad por la que se pasaba de largo, la de una ciudad en la que se paraban a dormir los camioneros y los viajantes; una ciudad de la que los jóvenes como yo soñaban con irse para encontrar el mundo en otra parte, una ciudad que tenía un río para los que no se podían ir de vacaciones y tenían que quedarse acá nomás, a poner las patas en remojo en el Tercero (todavía no había vuelto a llamarse Ctalamochita) y a pescar alguna que otra mojarra. Una ciudad donde a gatas venía algún flautista de Hammelin de dudosa trayectoria que ya estaba de vuelta (o de paso); una ciudad que se quedaba en el amague, que tenía ínfulas pero no le daba el piné.
Una ciudad de ida, de irse; en definitiva ¿qué querés que te diga?
Salvo, claro, por los maravillosos plátanos de la calle Mendoza, tan ligados a la identidad de la Villa, a la infancia de uno, a los tordos y las golondrinas que van y vienen, siempre vienen (esos plátanos son hoteles para ellos), salvo por las chupinas en la bajada Entre Ríos, por los contrabarrios en el Mar Rojo, por los bailes en el Sparta o el Unión, por la noches en La Perla, por el cine Premier y por otras cosas íntimas que la hacían "mi" ciudad y por eso hermosa, aunque le faltara lo que le faltaba.
Volví a Villa María en los albores de los 2000, por la 9, en Chevalier.
Volví por unos días, a darle agua al caballo, a buscar el amparo de lo secretamente añorado, volví para tomar impulso, en una palabra, y seguir rumbo al mundo.
Me tomé un café en la Terminal, que parecía ahora tan chiquita, como de juguete. Tomé ese café como un ritual. Y mientras bebía en silencio y fumaba (todavía se podía fumar) vi mucha gente que llegaba, y llegaba para quedarse; gente joven que venía a pasear, venía a buscar, venía a encontrar.
Poco a poco, andando y demorando la partida comencé a reencontrarla, a redescubrirla. Y se me volvió una ciudad de vuelta, mirá vos.
Y me fui quedando en esta ciudad a la que muchos de los que se fueron hoy regresan (truco a las pardas) y otros, que no regresan, extrañan y miran desde lejos con cierta saudade.
“Y acá lo ve...”, como decía mi abuelo, en esta ciudad que día tras día se reinventa a sí misma y abre las puertas para ir a jugar, para ir a estudiar, para ir a pasear, para ir a vivir, para ir a tomar sol a la vera del Tercero, que volvió a llamarse Ctalamochita, una ciudad ahora llena de otras ciudades, de otros pueblos, de otros recuerdos, de otros amores que la palpitan y la hacen palpitar.
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