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Foto: Hugo Ferreyra |
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Algunos villamarienses venimos de una infancia en la que no existía la noción de “espacio verde”, pero, contradictoria y afortunadamente, los espacios verdes abundaban.
En cada barrio había por lo menos dos o tres campitos y baldíos que eran dominio de los pibes o - en el peor de los casos - una suerte de “franja de Gaza” que los chicos nos disputábamos con quienes se atribuían el título de propiedad de las mentadas extensiones que la vida y la naturaleza habían puesto allí (a nadie se le ocurría discutirlo) para que la changada se entretuviera en interminables epopeyas futboleras que en las páginas de un Gráfico imaginario se escribían bajo títulos de Contrabarrios a muerte, Dos contra dos con arquero volante, El que hace el gol va al arco, te juego a los penales, cabeceaditas y pechito vale dos. Ni tiempo había de pensar en los “espacios verdes”.
Algunos villamarienses asistimos hoy (y “perdonen la tristeza”, como dice el poeta) con cierta nostalgia y preocupación al debate sobre la conservación de los “espacios verdes” que en lugar de poblarse de chicos y de goles y de barriletes y de escondidas, se van poblando de ladrillos merced al “boom de la construcción”.
Todo cambia, todo fluye y “nunca te bañarás dos veces en el mismo río”, sentenció un filósofo y el devenir es inevitable. La nostalgia, acaso, también. La cuestión es que ya no podemos volver a jugar un picado en el mismo campito, “espacio verde”. Quizá, la mitad llena del vaso sea que, sin mudarnos, hemos vivido en dos ciudades completamente diferentes.
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