El Rulo era sano como la llovizna de octubre y apenas tuvo una novia de besos escondidos.
Cumplía los 18 cuando la ciudad se aprestaba a festejar su Centenario y en San Martín del 1 al 100 se colgaba un pasacalle que anunciaba el acontecimiento, allá por el '67.
Ese domingo, el de su cumpleaños, se calzó los Far West y sus botas con plataforma y arrancó su Siambreta para llevarla hasta los salones del Palace Hotel, porque en Ronda Juvenil actuaba Sandro y Los de Fuego.
El Rulo vivió la época de la ciudad "chata" que tenía como única torre los monoblocks de la costanera. No pudo esperar el vertiginoso progreso. No conoció ni el celular ni el Internet y menos las grandes moles de cemento que con los años se fueron levantando. Apenas el Primavera y el Colón, además del Palace, cobijaban a los visitantes.
La secundaria lo tuvo como abanderado de la amistad y lejos de querer irse a estudiar a Córdoba prefirió quedarse en su ciudad "chata" para inscribirse en la Tecnológica, a lo que tampoco pudo llegar.
Era de preparar el fin de semana en la esquina del "Copetín al paso" y en la "vuelta al perro" de todas las nochecitas se iban encontrando, uno por uno, hasta completar la barra de cigarrillos sin filtro.
La telefonía de tres dígitos, con atención personalizada de la operadora, le otorgaba al Rulo cierto fastidio a la hora de tener que esperar demasiado una respuesta. Era inquieto y ansioso. Esa característica se acentuaba cuando su Siambreta se "ahogaba" y tenía que limpiar, una y otra vez, la bujía. No le gustaba que las chicas lo vieran en esa acción mecánica.
Cuidaba su pelo "beatle" y no le molestaba ir al Alambra con su hermano mayor, aunque después debía soportar las cargadas. Claro, el Premier, el Rex y ni hablar del Opera y el Broadway, tenían otro nivel.
Era amante del chop de Palevich y en las noches de aburrimiento, junto al Flaco y al Tato, viajaban ida y vuelta, varias veces, en el trencito de Las Playas, simplemente para pasar el rato.
Conoció a Miriam en la Terminal de Omnibus de la avenida Yrigoyen y la saludó tímidamente, como no esperando una respuesta. Al obtenerla, se arrimó al quiosco Cravero y el chocolate se transformó en acercamiento.
No se veían muy seguido. Los padres de ella eran severos y tenían al estudio como absoluta prioridad. Ella era hermosa y unos centímetros más alta que el Rulo. Pero no fue un impedimento para iniciar algo más que una amistad.
Un día, Miriam se enteró que el Rulo había ido a los Carnavales de Unión y tuvo un par de semanas sin querer verlo, hasta que en la vereda de Olar se cruzaron y una sola sonrisa brindó la reconciliación.
Cumplía los 18 ese domingo, cuando la noche lluviosa marcaría el trágico final. El Rulo salió del baile con su Siambreta y no hizo muchas cuadras para quedar atrapado bajo las ruedas de un camión.
Es de imaginarse, si viviera hoy, más de 30 años después, un casi sesentón de frente amplia y canas tapándole el cuello de la camisa. Es de imaginarse un permanente abanderado de la amistad, tomando un trago un sábado a la noche en algún boliche de esos nuevos y grandes que están en las afueras de la ex ciudad "chata".
El Rulo era sano como la llovizna de octubre y apenas tuvo una novia de besos escondidos.
R.J.
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