Un balance entre paradigmas educativos de corte autoritario y otros más suaves invitan a la reflexión. Quizá el caso más conocido de un tipo de pedagogía basada en la imposición de una férrea disciplina sea el de Esparta. Con el fin de convertir a sus ciudadanos en los soldados más temidos de Grecia, se sometía a los niños a unos rigores que traspasaban las fronteras de lo que consideramos humano. Se los sometía a pruebas y sufrimientos con el fin de endurecerlos, se les exigía obediencia ciega y se les castigaba con dureza.
Nosotros no hemos conocido una educación que se aproximara a tan monstruoso paradigma. Pero sí hemos conocido formas de autoritarismo que impregnaban las relaciones gobernante-súbdito, superior-inferior, maestro-alumno y, por supuesto, padres-hijos. Desde esos esquemas, más basados en la idea de dominio y de sumisión que de convicción y de participación, los hijos debían aceptar las exigencias paternas.
El viejo aforismo según el cual “quien bien te quiere, te hará llorar”, justificaba el empleo de una notable dureza en relación con los menores; se insistía más en sus fallos que en sus éxitos y se echaba mano preferentemente del castigo en lugar de los refuerzos positivos. No era infrecuente el recurso de “etiquetar”, de comparar a unos con otros, de humillar, de ridiculizar…
Ese modelo educativo propiciaba el desarrollo de personalidades apocadas, con niveles de autoestima muy bajos, gran dificultad para construir un universo moral propio, inclinadas a la aceptación de las reglas por miedo. En el extremo opuesto y como reacción a las imposiciones de que eran objeto, se daban conductas marcadas por la agresividad y la rebeldía a ultranza frente a la autoridad y a la norma.
Hoy, bastantes adultos han abrazado un modelo de relación con los menores caracterizado por una extrema blandura. Con ella por bandera han desterrado de su praxis educativa las exigencias y han renunciado a proponer ideales que supongan esfuerzo e impliquen alguna dosis de sacrificio.
Padres y madres excesivamente permisivos, convencidos de que querer a los hijos es acceder a sus caprichos, librarlos de todo tipo de rigor y mimarlos hasta extremos que rozan el empalago. Fieles a tales criterios, a los niños y adolescentes nada les debe ser negado, cualquier frustración les debe ser evitada y las normas por las que se gobiernan son tan laxas que su transgresión apenas si merece la más leve penalización. Todo vale con tal de no entrar en conflicto y provocar enfrentamientos.
Lejos de ayudarle a madurar, esto dificulta la actualización de sus potencialidades, no favorece una visión realista de sí mismo y de la vida, ni le empuja a superar la creencia de que es el ombligo del universo. Tampoco, desde luego, a que, a caballo del sentido común, se preparen para la vida. Sobre todo, no tienen en cuenta que, al concederles todo cuanto se les antoja, les estamos hurtando su propia y verdadera libertad para someterlos a la tiranía de sus caprichos.
No es sorprendente que algunos estudios sobre la escala de valores por la que se mueven una buena parte de nuestros muchachos revele la preocupante limitación de su universo axiológico. Valoran, por encima de todo, las buenas relaciones familiares, el éxito en el trabajo, tener muchos amigos, ganar mucho dinero y disfrutar de una sexualidad satisfactoria. Eso es todo. No aparecen por ningún lado grandes exigencias éticas, ni invocaciones a la solidaridad o a la justicia.
En un mundo individualista en el que somos bombardeados por mensajes hedonistas, tal vez el ideal a mostrar en nuestros jóvenes no sea otro que el de la generosidad, la fraternidad y el amor, puertas por las que podremos escapar de la prisión de las pequeñas mezquindades entre las que nos movemos y de los torpes egoísmos de que nos nutrimos. Quizás sea incluso la garantía de nuestra supervivencia como seres humanos.
Transformado en exigencia, en compromiso, en urgencia moral, el hambre de justicia se convierte en la gran Utopía a proponer a nuestros hijos. Y no podemos ignorar que sólo los héroes, los utópicos que van más allá de los convencionalismos y señalan con sus conductas los grandes ideales de la virtud, sólo ellos son sembradores de semillas con capacidad para transformar la realidad. La historia parece confirmar que siempre ha sido así. Enterrar la mediocridad y el conformismo es el reto; sembrar inquietudes morales en el corazón de nuestros hijos, el camino. Ninguna tarea más hermosa que acompañarlos en el camino de descubrimiento de los grandes ideales.
Parafraseando a Teilhard de Chardin, el día que lo consigamos habremos descubierto el fuego por segunda vez.
José María Jiménez
Catedrático de Filosofía, y terapeuta familiar
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