Escribe
Santiago Drueta,
especial para EL DIARIO
“Es una nueva ley que afecta a todos los trabajadores del sector público. A los policías, pero también a los bomberos, a las enfermeras…”, decía Belén, la coordinadora de una maestría en Comunicación Social.
Hablábamos de los sucesos de esa mañana del 30 de setiembre en la mesa de la cafetería del imponente edificio que la Facultad Latinoamericana de Cencias Sociales tiene en Quito. Un poco más allá, el televisor mostraba a los policías movilizados en contra de esa ley que los afecta, mientras el presidente Correa se retiraba del destacamento luego de haberse aflojado la corbata al grito de “si quieren matarme, aquí estoy; vengan y mátenme”.
La coordinadora de la maestría estaba molesta. Afirmaba que ese no era el modo adecuado y criticaba con dureza al Gobierno de Correa por este y otros procedimientos; pero la manera de hacerlo sonaba algo extraña a los oídos de un argentino: en su relato, Correa seguía ocupando el lugar de legítimo mandatario electo y todas sus diferencias no alcanzaban para poner eso en cuestión. Yo, mientras tanto, no podía dejar de evocar la frase “hay que empujarlos hasta que se caigan”, que un miembro de la Mesa de Enlace había proferido tiempo atrás respecto del Gobierno argentino.
La secretaria de la maestría ingresó al bar trasfigurada diciendo que habían atacado a Correa, que había levantamientos en otras ciudades y saqueos en Guayaquil. Todos hablaban por sus celulares e iban y venían con absoluto nerviosismo.
Belén enumeraba los grandes desaciertos del Gobierno, en especial su relación con el Legislativo, mientras María -una alumna de la maestría- enumeraba sus grandes logros. No obstante, ambas coincidían en que los hechos de esa mañana eran inadmisibles.
Desde entonces han transcurrido más de veinticuatro horas sobre las que poco y nada queda por decir, ya que los medios de difusión del mundo entero han dicho al respecto casi todo cuanto se puede pensar y enunciar. Todo, excepto lo que pasó en la cafetería de Flacso durante esa mañana y lo que flota en el aire aquí en Quito, al día siguiente, más allá de algunos helicópteros y sirenas que se empeñan en recordar los sucesos de la víspera.
No parece que haya aquí mucha gente dispuesta a suponer que se trató de una protesta salarial “excesiva”. Aunque haya quien lo afirma, la idea de intento de golpe de Estado tiene en la mayoría un carácter de certeza y de manera indisociable suena el nombre de Lucio Gutiérrez, ese ex presidente que dejó por última imagen un helicóptero en retirada, aunque en este caso la nave era verde y no blanca.
Las dudas en cambio se ciernen en torno a las implicancias de los hechos. Para algunos esto fortalece a Correa y comparan el secuestro del presidente con el de su par de Venezuela, aunque para ser precisos deberíamos recordar que, mientras entonces los EE.UU. se apresuraron a reconocer al Gobierno que deponía a Chávez, esta vez el gendarme regional manifestó su respaldo al mandatario que estaba prisionero.
Correa goza en Ecuador de altos índices de adhesión aunque, para ser precisos, hay quienes como María, la alumna, lo defienden a capa y espada mientras muchos otros, como la coordinadora de la maestría, lo critican con vehemencia sin por eso pensar que la oposición podría ofrecer nada mejor (otra cuestión que sorprende a un argentino, habituado a encontrar en cada esquina a un excelente candidato para un posible recambio gubernamental predatado).
Es irresponsable hablar del Gobierno ecuatoriano cuando uno lleva cuatro días en el país dictando un curso y casi sin haber salido del edificio académico más que para ir a dormir. Pero al menos en ese lugar hay bastante gente que evoca los tiempos en que el presidente reclutó allí a sus mejores cuadros: intelectuales que ha perdido por no querer oírlos, por escuchar en cambio a otros oscuros personajes que hoy forman su entorno más cercano. Lo notable para el visitante es que ninguno de quienes afirman esto, parece tener el menor interés en que Correa deje de ser el presidente.
Al día siguiente, pese a la suspensión del dictado de clases en todos los establecimientos, el personal, los docentes y no pocos alumnos nos encontramos allí, donde parece reinar una valoración unánime del rol jugado por el sistema nacional de medios públicos. “Si no hubiera sido por el minucioso trabajo informativo, probablemente Correa no vuelve”, dice el colega a cargo del curso titulado Comunicación y opinión pública. El me explica el enorme valor de ese sistema de medios creado por el presidente hace un par de años y que está cambiando el espacio informativo nacional.
Lo curioso es que el docente tampoco se priva de señalar los desatinos presidenciales sobre el manejo de esos medios, especialmente de El Telégrafo, el diario que el sistema público edita y en el que este colega trabajó hasta que, junto a otras veintinueve personas presentaron una altisonante renuncia colectiva que puso en cuestión los manejos que según él, pero también según otros, pretendían hacer de ese diario un medio propagandístico de Gobierno.
Sin embargo, sus diferencias no le impiden defender con convicción el accionar gubernamental, que puso a todos los canales -públicos y privados- a transmitir en cadena, exaltando el aislamiento creciente de la Policía y las declaraciones de repudio de Argentina, Brasil, Bolivia, Venezuela, España, Colombia, EE.UU., la respuesta de UNASUR y todas las pruebas de que un golpe era inviable por el aislamiento en que se encontraría.
Que la radio y el canal público jugaron un rol fundamental se evidenció cuando un grupo de civiles rompió las puertas de entrada y coparon los estudios amenazando al personal, pocos minutos antes que Correa fuera liberado por las fuerzas armadas. La transmisión se cortó, irónicamente, en el preciso instante en que terminaba de hablar una joven estudiante de Abogacía, quien se manifestaba en contra del presidente, y a través de la televisión pública le explicaba a todo el país que esto estaba sucediendo porque Correa no era respetuoso de las decisiones del Poder Legislativo.
Ser uno de los treinta renunciantes del periódico El Telégrafo y disentir con las políticas de comunicación oficiales, no le impide a ese profesor afirmar que sin la transmisión en cadena, los canales privados no hubieran jugado un rol suficiente para preservar el orden democrático. No le impide tomarse la cabeza preguntándose qué hubiera sido, si los medios hubieran estado en manos de grupos concentrados del sector financiero, tal cual era antes de Correa.
Como todo el planeta sabe seguramente, a media tarde el alcalde de Cuenca había aparecido frente a cámaras anunciando que en su ciudad todo estaba bajo control. Bastante después se vio una de las postales más esperadas: militares policías y autoridades civiles de la zona de Guayaquil anunciaban que la calma regresaba a la ciudad más importante del país. Sólo después, mucho después, empezaron a oírse en la zona norte los disparos mediante los cuales las FF.AA. rescataron al presidente cautivo en el hospital policial.
Esto también flotaba en el aire al día siguiente, entre helicópteros y sirenas, cuando algunos ecuatorianos se preguntaban qué habría pasado entre que el presidente declaró el estado de excepción (estado de sitio) y el dilatado momento en que el ejército llegó a rescatarlo.
Desde bien temprano la plana mayor de la Policía y las FF.AA. se apuraron a desmarcarse de lo que estaba sucediendo, pero no sin resaltar las sólidas razones que habían motivado esas acciones que sin embargo no aceptaban. No se puso demasiado énfasis en que también había sectores de la FF.AA. en el “reclamo salarial” y menos aún en la dilatada espera para su accionar.
Los grandes defensores de Correa afirman que el presidente esperó todo lo posible para evitar el enfrentamiento entre la Policía y el Ejército, que de todas maneras sucedió en el hospital policial y perduró hasta bastante después que el presidente hubiera regresado a la sede de gobierno. Los críticos de Correa se preguntan en cambio qué tan grande habrá sido la concesión otorgada a las FF.AA. como para que su debate demorara tantas horas.
En la televisión y en la radio, partidarios y opositores se manifestaron favorablemente al Gobierno. Algunos defendían al presidente Correa y otros al orden institucional, lo que con ser parecido no es lo mismo, y eso era de esperar. Lo que resulta muy sorprendente para quien llega de la Argentina, es la gran cantidad de gente que, siendo crítica, muy crítica con el presidente, parece entender que frente a lo que puede ofrecer una oposición que ya ha dado muestras de su potencial destructivo, lo mejor es sostener a Correa en su lugar. Pero no mansamente sino de manera crítica, exigiéndole lo que de él se espera.
Entre los estudiantes y buena parte de los movimientos sociales esta posición parece ir cobrando cada vez más fuerza. O al menos eso es lo que la situación aparenta para este incauto visitante latinoamericano que no deja de pensar más allá de lo local y teme por un posible eje Honduras-Ecuador que pudiera empezar a abrir una nueva época en “el patio trasero”, luego de la distracción que Alá le impuso al gendarme continental.
Pero sobre todo, el incauto visitante Argentino que no deja de admirar esa estrategia opositora que intentan arrinconar a los mandatarios para exigirles hacer las cosas bien, o mejor al menos, para que cumplan lo que prometen, para que antepongan el interés de los más necesitados, para que no cedan a la tentación de los negocios y los negociados. Estrategia que, sin embargo, no implica “empujarlos hasta que se caigan” ni mucho menos ceder ante el canto de sirena del primer oportunista, que no vacila en sabotear lo poco que hay de bueno, con esperanzas de poder volver para continuar su obra inconclusa.
El rechazo generalizado a lo que se presentó como una maniobra de Lucio Gutiérrez parece señalar en ese sentido. Pero claro, eso nunca se puede saber con certeza y menos aún cuando se es un distante espectador en un país desconocido.
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