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El Peregrino Impertinente
Lo que hoy conocemos como Machu Picchu, en las montañas del sur de Perú, supo ser un santuario religioso. Territorio sagrado, espacio de fe y recogimiento. Cada hombre o mujer que lo pisaba, salía recargado de un regocijo y esperanza en la vida sólo comparable al que experimentan las hinchadas visitantes cuando se van de Plaza Ocampo.
Según la mayoría de los investigadores, el templo fue un bastión de la espiritualidad incaica. Pero eso fue hace mucho tiempo atrás. Pareciera que aquel respeto inmaculado se desbarrancó por las laderas de los majestuosos cerros que lo rodean. Igual que la ilusión de los yanquis que votaron a Obama, la pleitesía hacia uno de los sitios más aclamados por la civilización universal, quedó aplastada entre las rocas.
Basta con acercarse al lugar. Primero se encontrará con una cola interminable para entrar, cual si de baño de baile se tratara. Después con un molinete onda Disneylandia, que le dan ganas a uno de prender fuego la boletería. Y más tarde, cuando por fin se sortean esos obstáculos enviados desde el infierno por el mismísimo doctor Neurus, sobreviene lo peor. Entre los senderos del otrora venerable poblado, un ejército de turistas deambula a los gritos, como si estuvieran en una exposición de gallinas. No se callan un segundo, y a la hora del almuerzo pelan unos sanguches criminales, y se ponen a masticar como si nada. Pareciera que hubieran elegido los de pan francés a propósito, para hacer más migas. El escándalo que meten es insoportable.
En otra época los hubieran ajusticiado de inmediato. Ahí nomás, en la piedra de los sacrificios, ante la atenta mirada del Dios Sol, que malhumorado por su propio calor gritaría “¡Córtenle el cogote ya a ese gringo!”. Para bien y para mal, los tiempos cambian.
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