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24 de Octubre de 2010
Destinos Argentina - Córdoba - Amboy
Detenido en el tiempo
Perdido en el Valle de Calamuchita, este encantador poblado se mantiene auténtico, eludiendo con simpleza los embates de la modernidad. Historia y sierras, en una de las localidades más antiguas de la provincia
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Pepo Garay
Especial para EL DIARIO

-¿Cómo anda don Cosme?
-Bien m’hijo, tranquilo nomás
-Yo recién llego; hace mucho que no venía por acá. ¿Alguna novedad?
-No, nada pues.
-Pero mire que hacía años que no pisaba, eh. Algo tendrá para contar.
-La verdad que no mucho.
-¿Pero cómo, Don Cosme? ¿Me va a decir que sigue todo igual? ¿Los mismos de siempre?
-Bueno, algunos viejos se han muerto, otros niños han nacido, eso sí. Pero después todo normal, mire.
-No le puedo creer. Yo que pensé que me iba a encontrar con cambios, alguna que otra sorpresa…
-¿Qué? ¿De qué cambios me habla? Si acá el tiempo está estancado m’hijo.

En Amboy nunca pasa nada. Y quizás allí radique su mayor virtud. Perdido entre los vericuetos de Calamuchita, a 20 kilómetros de Santa Rosa, la diminuta comuna es un tesoro de los tiempos viejos. El reloj se olvidó de correr en estas latitudes. Todo sigue tal como entonces: auténtico.
Las calles son de tierra y modestia. Las casas, de piedra, adobe y recuerdos. Amboy se mantiene estoico ante la llegada de las nuevas tendencias. Las mira de reojo y desconfía. No quiere saber nada con alternar el rumbo.
A paso lento, el viajero va descubriendo la identidad del pueblo. No le hacen falta demasiadas señas para moldear un concepto: paz, silencio, siestas, charlas bajo los arbustos, almacén de los de antes, perros, puertas sin llave. Todos elementos apropiados a la hora de describir el semblante local.
Así, deambula por los contornos del lugar, admirando la sencillez de cada rincón. Se detiene en una esquina y saluda a la viejita. Esta responde atenta, mate en mano, sonrisa en el ojal. Retoma la senda y les dice algo a los niños que juegan a la pelota en plena calle. Los chicos festejan. Al final del camino, observa el arroyo que surca la comarca. Allí detiene la marcha, y a la sombra de los árboles se sienta a admirar el entorno. Hay tímidas colinas, piedras grandotas y un cauce de agua que murmulla vida. Es feliz.

Habitado por la historia
A pesar de su carácter tímido e introvertido, Amboy ostenta cierta fama, gracias a su hijo ilustre. El doctor Dalmacio Vélez Sarsfield nació aquí en el año 1800, cuando el poblado era apenas un suspiro perdido en los valles. Destacado jurista y político, fue el creador del Código Civil. Orgullo de la zona, el abogado tiene su propio museo en el núcleo cívico. Allí, su trayectoria renace cada día, a modo de cálido homenaje.
Pero mucho antes de Vélez Sarsfield, Amboy ya era conocido como un punto cardinal del mapa de Calamuchita. Sus límites configuraban una famosa posta para los baqueanos que cruzaban desde y hacia San Luis a través de las sierras. Carretas, caballos, gauchos, pulpería, almacén de ramos generales… las evocaciones surgen con facilidad.
Lo cierto es que la historia abunda en este paraje adormecido. Con más de 400 años en el lomo, Amboy es uno de los pueblos más antiguos de Córdoba, tal como lo atestigua su longeva iglesia. El protagonismo de la aldea es inclusive posterior a la conquista. Así lo confirman la gran cantidad de cuevas sobrevivientes en los alrededores, otrora hogar de los comechingones, primeros habitantes del valle.

Sin lugar para la modernidad

A ocho kilómetros de la comuna aparece el Embalse Cerro Pelado, una fantástica obra de ingeniería que vale la pena visitar. A pesar de la cercanía, los aires de modernidad del complejo hidroeléctrico no han logrado contaminar a Amboy. El pueblo se resiste, y descansando da pelea. No piensa en cambiar. La estrategia le ha dado muy buenos resultados.



Ruta alternativa
Radiografía de un vasco

Escribe

El Peregrino Impertinente

Pocos pueblos en el mundo han sabido conservar tan bien sus tradiciones como el vasco. Ahí están los hijos de Euskal Herria: jugando a la pelota paleta, el deporte nacional, disfrutando las delicias de su célebre gastronomía, tocando el txistu o el tamboril. Son costumbres que hoy como ayer sirven para forjar su carisma. Y su orgullo: para un vasco, no hay nada peor que le confundan la patria con otras vecinas de la región. “Somos de Euskadi: ni España, ni Francia, ni hostias”, me apunta un viejo vasco. Los españoles y los franceses ya se han acostumbrado a estos reclamos. Faltaría saber qué opinan los hostios.
En cierta medida, esa vitalidad cultural ha sido lograda a partir de un inclaudicable espíritu de lucha y resistencia. Romanos, celtas, árabes, diversos reinos de España: ninguno pudo someter a esta comunidad de gente noble y honrada. Yo no los culpo: si hay algo difícil en este mundo, aparte de aguantar una charla de más de siete minutos con un economista, es darle el brazo a torcer a un vasco. Obstinados hasta la boina, no existe nada que se propongan que no pueda ser cumplido. Bien lo grafica un conocido chiste de tierras ibéricas: “¿Cómo se hace para meter a 30 vascos en un Fiat 600? Diciéndoles que no caben”.
Si hasta lograron fundar un club de fútbol propio en Río de Janeiro: El Vasco da Gama. Algunos charlatanes dicen que en realidad ese nombre hace referencia al célebre navegante portugués, pero son sólo rumores. Todo el mundo sabe que la cultura vasca ha jugado un rol sumamente importante en Brasil, por algo uno de los escritores más célebres de aquel país se llamó José Mauro de Vasconcelos.
Más vale, la historia no miente. Si no, pregúntele a un vasco.

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