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El Peregrino Impertinente
Ahora cualquier hijo de vecino se toma un avión y en diez horas está en Nueva York, en 13 en Roma y en 15 en Sydney. Eso sí, después tiene que laburar 4.726 horas seguidas para pagar las cuotas del pasaje. Pero bueno, son las reglas del capitalismo.
En los tiempos viejos, en cambio, nuestros antepasados no tenían otra que viajar en barco. Eternos, interminables periplos. Los niños que zarpaban desde Europa en pañales, arribaban a Buenos Aires con título universitario. Impresentables de largos esos viajes. Había viejas que llegaban a cazarse hasta tres veces arriba del vapor. Daban el “sí” en la popa y a los cuatro o cinco años firmaban el divorcio en la proa. Los perros viajaban con sus dueños, todos amontonados. Aprendían a hablar de tanto tiempo que pasaban con humanos. Algunos hasta participaban de los debates políticos con los más iluminados. Una cosa de locos.
Eso fue durante las épocas de inmigración en Argentina. Los barcos salían mayoritariamente desde el Viejo Continente, atravesando el Atlántico hasta llegar a tierras gauchas. Los más guapos venían por la ruta del Pacífico. Itinerario particularmente complejo, sobre todo a la hora de cruzar Los Andes. La de mulas que murieron cargando rompehielos. Lo importante, en todo caso, fue que llegaron. Como sea, pero llegaron. Décadas después, cuando estos mismos abuelos visitan su lugar de origen, ahora en avión, no pueden creer la sencillez del asunto. Checkin, una decena de horas sentado con todos los servicios, y listo.
No falta el viejo nostálgico que, con lágrimas en los ojos, le dice a la azafata: “Cuando yo vine a Argentina no existía nada de esto ¿Cómo ha progresado el mundo, no?”. La mina, divorciada, dos hijos, que tiene que hacer 17 viajes intercontinentales por semana para poder pagar la hipoteca de la casa, lo mira con cara de “cómo no estudié para martillero público” y, sin responder, le pregunta: “¿Para la cena, pollo o pasta?”.
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