Escribe: El peregrino impertinente
Dice que estaban dos tipos sentados sobre un banco de la pequeña estación de trenes de Hendaya, una ciudad francesa ubicada en la frontera con España. El primero leía un libro tranquilamente. El segundo silbaba bajito, mirando arriba, abajo, al centro y adentro, haciéndose claramente el sota. El primero, a juzgar por su ejemplar comportamiento, viajaba amparado por todas las de la ley. El segundo, a juzgar por su sospechoso comportamiento, viajaba haciendo caso omiso a alguno que otro estatuto inmigratorio.
Cuando un grupo de policías apareció de improviso, el comportamiento de ambos continuó siendo dispar: El primero seguía leyendo su libro serenamente, conservando la templanza que traía desde su ingreso al recinto. El segundo sudaba mares, se comía las uñas, agitaba las extremidades, relinchaba, arrancaba las maderas del asiento, caminaba por las paredes, rezaba en arameo.
Cuestión de papeles
Los oficiales se dirigieron al primero y lo invitaron a levantarse. Lo llevaron afuera y ahí le hicieron poner las manos contra el muro, con las piernas abiertas. Le revisaron hasta la caspa. Pobre primero: tuvo que mostrar el documento, papeles de residencia, cantar la Marsellesa y dar los nombres completos de las 12.475 amantes de Napoleón. El segundo no entendía nada. A él no le pidieron ni la credencial del IPAM. Luego de que los policías se marcharan, el segundo, azorado, le preguntó al primero por qué razón se habían empecinado tanto en revisarlo. “No sé. Yo soy más francés que el leoncito de Peugeot”, contestó éste. “¿Y por qué a mí no me hicieron nada?” insistió el segundo. “Quizás sea porque yo soy morocho, de aspecto magrebí, y vos sos blanco ¿Tenés papeles, no?” Quiso saber el primero. “Esteee…sí, sí, claro” respondió el poco creíble segundo.
A veces, de tan injusta, esta vida es de lo más compasiva.
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