Escribe: El Peregrino Impertinente
Aquel que haya pisado Río Gallegos alguna vez, conocerá el significado de la palabra VIENTO. Así, con mayúsculas, en toda su dimensión. Acá podemos tener viento, que no es lo mismo que VIENTO, que quede claro. En la región pampeana se mueven un poco las ramas y ya es comentario en cada almacén, bar y episcopado: "Qué viento que hay, che, debe estar viniéndose la tormenta de Santa Rosa, debe estar". Perdidas andan las doñas: no importa si es agosto, febrero o diciembre, la culpa siempre la tiene Santa Rosa.
Pero les digo que ni la tal tormenta se compara con lo que ocurre en Río Gallegos. Uno asoma el cuerpo afuera y automáticamente se siente asediado por el VIENTO, que descontrola, mete bardo y se adueña de todo, en una actitud casi patoteril. El que no está acostumbrado, sólo puede odiar. Sentimientos como el amor, la bondad o la estima por algo quedan en un segundo plano. No hay lugar para ellos cuando el VIENTO anda picándote el cerebro. A toda hora, todo el tiempo. Y encima mete un ruido, que no te permite ni conversar en la calle. "¿Gregorio, sabés cómo salió el partido?", le pregunta un vecino al otro. "Bueno, dale, comprá medio kilo nomás", le responde el último. Tremenda falta de comunicación en Río Gallegos. Con razón las fiestas de la cuadra siempre terminan a las piñas.
Y todo por culpa del VIENTO, que es violento e infunde respeto. En el sur tiene más poder que los Kirchner. Dicta leyes, remueve funcionarios, abre ministerios. Tiene todo controlado, el tipo. La fuerza de la naturaleza es implacable.
Si hasta yo mismo he visto viejas volando por el cielo de la ciudad, arrojadas por ventiscas despiadadas. La última iba sentada en la mecedora, pantuflas rosas, y mientras tejía gritaba: "Armando, cerrá la puerta que está fuerte el chiflete.
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