Escribe: Rubén Rüedi

Llegaba la Nochebuena y los aprestos para recibirla eran distintos a los años anteriores. Esta vez, sería mágica, de ensueño, casi fantástica.
El año del centenario de la Patria llegaba a su fin y los casi diez mil villamarienses estaban tan sorprendidos como exultantes por los adelantos del progreso.
El cometa Halley ya había atravesado el cielo y ningún cataclismo había ocurrido. También los automóviles del Gran Premio de Argentina, que se largara en Buenos Aires con destino a Córdoba, habían atravesado estas tierras en el mes de mayo y aún los comentarios del inédito acontecimiento corrían por las polvorientas calles de la aldea, saltando los charcos en tiempos en que no existían desagües pluviales.
Entre tantos acontecimientos, algunos todavía lloraban a los muertos que dejara la peste bubónica en su paso por la Villa. Ese año hubo que cerrar las escuelas porque la viruela no dejaba en paz a los vecinos.
Pero llegaba Navidad y la celebración religiosa tendría, además de su hondo sentido, un brillo inusitado.
Todo comenzó apenas asumido el primer Gobierno municipal, en 1883, cuando el intendente Pedro Viñas, español de luengas barbas, gestionó ante el municipio de la ciudad de Córdoba la donación de algunos faroles de gas de querosén que habían sido descartados ya que en la capital se instalaba un nuevo sistema de iluminación.
Por entonces, la mayoría de los vecinos habitaba en ranchos de adobe. En la aldea recostada sobre las aguas del Tercero se levantaban sólo diecinueve casas distinguidas, construidas con ladrillos y con techos de tejas francesas. Enfrente a la estación existían tres hoteles que albergaban a los viajeros y cinco billares eran el ámbito donde se dejaba correr el tiempo. Algunos niños acudían a las dos escuelas públicas -una para varones y otra para mujeres- o a la única particular, que recibía alumnos de ambos sexos.
A fines del Siglo XIX el desarrollo urbano se aceleraba; comenzaba el desmonte más allá de la zona céntrica, la plaza del Este -actual Independencia- lucía tímidas mejoras que le daban aspecto de paseo público, la mansión de Pereira y Domínguez se erguía imponente en la calle Paraguay y al caer la tarde, en el Club Progreso un grupo de vecinos se arremolinaba para escuchar los dulces acordes del flamante piano que acababa de llegar a la aldea.
Corría el año 1884 cuando los mil comarcanos de la Villa contemplaron extasiados el encendido del primer alumbrado público, consistente en algo más de medio centenar de faroles instalados en el centro gravitacional de la vida social y comercial de la época. Catorce de esas luminarias se emplazaron en la plaza del Este, mientras algunas fueron instaladas en el frente de casas particulares, haciéndose cargo los vecinos del funcionamiento de esos faroles.
La Villa fundada por Ocampo estaba atenta a los adelantos del progreso y en 1904, los faroles a querosén de la plaza serían sustituidos por otros más modernos: estos funcionaban a alcohol. Pero cinco años después, el sistema ya se consideraba obsoleto pues la electricidad era una realidad de la que Villa María no podía estar ajena. En 1909 la empresa Bermúdez y Figueroa comienza a instalar la usina que proveerá del servicio que le ha de ser concesionado por el municipio.
El 12 de diciembre del año 1910 se encienden las luces en varias casas del centro: ha comenzado a funcionar el primer servicio domiciliario de energía eléctrica. Pocos meses después, el servicio de electricidad será público y Villa María ingresará a una nueva era.
Transcurrió un siglo desde que se encendieron aquellas luces. En el año del Bicentenario, la Villa ctalamochitana sigue irradiando luz desde el corazón de la Patria.