Escribe El Peregrino Impertinente
Días antes del inicio del Mundial de Fútbol de 2002, la FIFA le solicitó a los organizadores de la sede Corea del Sur que prohibieran la venta de comidas hechas a base de perros. Naturalmente, los dueños de casa se negaron. El argumento fue que esos platos tienen una historia milenaria, y que a los locales les produce tanto o más deleite que putear a sus vecinos de Corea del Norte.
Lo cierto es que en aquella nación asiática, comer perros está socialmente aceptado. Si bien sólo una minoría lo tiene como costumbre, las leyes y la cosmovisión general amparan su consumo. “¿Por qué tenemos que arrodillarnos ante las potencias occidentales? ¿Con qué derecho siempre están diciéndonos lo que está bien y lo que está mal? ¿Quiénes son ellos para intentar prohibir que nos clavemos un manto negro con papas, por ejemplo, con lo rico y proteico que es ese manjar?”, se preguntó recientemente el diputado Chi Hua Hua, ante la ovación del Parlamento. “No me vengan con huevadas”, concluyó, para delirio de los presentes.
Tienen razón los coreanos. Así como nosotros comemos carne de vaca (un sacrilegio para los habitantes de la India) o de cerdo (prohibida en el menú de las comunidades judías e islámicas) a los tipos les pinta darle al perro. “Pero es un horror, si los pichichos son como miembros de la familia”, comentarán muchos de este lado del hemisferio. Vayan a decirle eso a las comunidades caníbales de la Polinesia, que se han clavado a tíos y abuelos sin mayores problemas. Los coreanos, por lo menos, ni les ponen nombres a los bichos, para no encariñarse. Lo mandan adentro de la olla y se los lastran sin vueltas. “Guau, qué bueno que estuvo”, exclaman al finalizar los muy cínicos.
Al fin y al cabo, sobre gustos no hay nada escrito.
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