Escribe: El Peregrino Impertinente
¿Alguna vez se puso a pensar en la gente que trabaja en las cabinas de peaje? Francamente yo tampoco. Pero alguien si lo hizo y me lo contó. Y yo no tuve otra que robarle la idea, con la misma impunidad de quien canta la falta envido con cuatro, y cuando le contestan “no quiero”, les dice: “Menos mal, te ibas a comer tal carro que hubieras deseado haber nacido en Haití”.
Ahora, que bravo debe ser trabajar en esos reductos llamados cabinas de peaje. Son ocho, nueve, diez horas seguidas que los tipos se comen ahí adentro. Ven pasar la existencia a través del vidrio. Si fuera sólo la existencia, porque también tienen que aguantar a los miles y miles de conductores que circulan cada día. Algunos con cara de bombacha colgada de un clavo, con tantas ganas de vivir como un piloto Kamikaze de la Segunda Guerra Mundial. Otros, furiosos por la coyuntura cotidiana, descargan su ira y sus miserias en el pobre empleado “¿$2,45? ¡Cada día más caro viejo! ¡Seguro es para aumentarles el sueldo a ustedes, así viven como reyes, atorrantes!”. El trabajador, cuyo máximo lujo en la vida fue un lomito especial con papas, lo mira con ganas de prenderle fuego el alma. Pero acaso peor que eso es lidiar con las personas que salen de vacaciones. O más que con las personas, con su presencia, con su aura repleta de libertad, con su devenir de relax y sol. Pasan con el auto cargado hasta las muelas. Los bolsos enreverados, la bici colgada en la parte de atrás y arriba la sombrilla, el cuatriciclo y la lancha. Al inquilino de le cabina, el cuadro se le antoja como una triste broma del destino. Demasiada ironía junta.
Decí que por lo menos tienen ventilador.
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