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9 de Enero de 2011
Lecturas de verano
LA MAMANA
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por Jorge Rossi

El miedo es una forma de fe. Y se puede temerle tanto a una persona que se hace imprescindible para la vida. En mi casa se le tenía miedo a Silvia, la Mamana. Y mucho. No era respeto; era simplemente miedo.
Me acuerdo que fue un día de semana, a eso de las cinco de la tarde más o menos, cuando entró mi hermana diciendo se murió la Silvia, mamá, y después de decirlo, quedarse petrificada sin siquiera poder terminar de cerrar la puerta (la luz vidriada le estallaba blanca y amarilla a sus espaldas, la vincha blanca y una musculosa, las manos llevadas hacia la boca como si hubiese dicho la más mala de todas las palabras, o como si hubiese insultado a Dios).
También me acuerdo que mi mamá no alcanzó a decir nada: se levantó lentamente y, dándose vuelta, encaró en dirección a la cocina. Arrastró unos pasos lentos con la cara perdida, mientras sus dientes se incrustaban en el labio inferior o un poco más abajo, y sus dedos se sujetaban a sus rulos, a su pelo corto.
De qué se murió, pregunté a mi hermana, pero no me contestó. Se acercó a la cocina sin animarse a traspasar el marco de la puerta. Tenía cara de sentirse culpable por la noticia. Después se vino cerca de la ventana donde estaba yo, y sin mirarme me dijo: cayó seca encima de las plantas de ruda. Le dio un bruto paro.
Y ahí es como si hubiera visto las plantas de ruda macho que la Mamana, tenía junto a una puertita para entrar al terreno donde al fondo estaba su casa. Pude imaginarme también a la vieja cayendo contra el poste que sostenía la puertita, la vieja tratando de prenderse del tejido oxidado, un vestido azul estampado, con más celeste que otra cosa, y seguramente un pañuelo violeta o marrón o verde, sujetándole el pelo gris sin canas, su mano marrón buscando aferrarse por entre los rombos del tejido; las rodillas dando en el suelo, las piernas hinchadas, ahorcadas por esas medias que se terminaban enrollando por debajo de sus rodillas fofas. Pensaba en la boca carnosa de la vieja besando el suelo y la tierra pegada que otro iría a sacudir, esa jeta de alfajor de chocolate que nos había hecho reír tanto en secreto a mi hermana y a mí.
Cuando me quise reír por el recuerdo del juego una puntada me subió desde la nuca hasta la tapa de los sesos, como creo que me la imaginaba cuando me dolía siempre y antes, hasta que la mami me llevó de la Silvia y la vieja me curó. Me imaginaba que esas puntadas eran como relámpagos que iban a dar a una especie de cúpula que yo tenía dentro, en la cabeza que ya era hueca de tanto que me decían cabeza hueca o me preguntaba si tenía algo adentro de esa cabezota.
A la segunda puntada mamá mandó a mi hermana a que vaya a buscar a mi papá al trabajo, que cierre un rato el negocio y que venga enseguida. Pero cuando mi hermana empezó a renguear de la pierna enferma que, creo que ya sospecharán, también le curó la Mamana, mi vieja se puso nerviosa y de dos trancos la alcanzó antes de la puerta de calle. La agarró de un brazo y la hizo girar y zamarreándola fuerte de los hombros le dijo, y no te hagás la pelotuda y caminá bien ¿o me lo estás haciendo a propósito?
Estoy seguro que mamá pensó en ese momento que la Mamana se hundía (me resultó imposible no imaginarme en ese momento a la Mamana caída en la puertita de tejido de su casa, de cara al suelo, el culo gordo y las patas desparramadas, el sol caliente en el jardín pelado sin siquiera un yuyo), que se hundía, digo, en un hueco que se habría a espasmos bajo su cuerpo, como creo se debe abrir la tierra durante los terremotos. Y no era difícil ver a la Mamana tragada definitivamente por esa boca, como un muñeco de trapo culón que nos arrastraba a todos, atados a ella por unos hilos invisibles a sus dedos cortos y gastados, o peor a su cintura desdibujada por los años de grasa estacionada; la vieja con unos hilos que le salen de su culo gordo de araña galponera y que nos arrastran a todos a ese agujero oscuro e indiferente que creamos entre todos.
Me quedo mirando por la ventana y de golpe le presto atención a esa parcela del patio raleada por las uñas del Lapacho, al que no alcanzo a ver aunque me asome clavando las puntas de los pies en la pared y ayudándome con los brazos.
Al inclinar la cabeza me da la tercera puntada que se me incrusta en la frente y la nariz y mi mamá viene con una toalla mojada con agua de la heladera y me la acomoda sobre la cúpula que en estos momentos parece que se me quiere salir de un salto para arriba.
Miro las manos de mi mamá y me doy cuenta que volvieron a llenársele de testes. Ya comprendo la desesperación de mi vieja y comprendo definitivamente que vamos a ser pobres para siempre.
Mi abuelo sale de la cocina, caminando a duras penas con su olor gris y su cáncer a cuestas, y le pregunta a su hija, a mi vieja, si ya volvió la nena. Ella le contesta que no, pero la puerta desmiente bruscamente, y entran el calor y mi hermana diciendo el papi no está, tiene el negocio cerrado.
Y mi abuelo le dice a mi vieja, se fue de nuevo con la Muñe, y mi vieja que se cae sentada de golpe en una silla que andaba por ahí cerca. Se agarra fuerte de los pelos y de golpe grita: ¡todo culpa de esa vieja hija de puta que se viene a morir ahora! Y se incorpora de repente y de un manotazo tira un florero a la mierda, el florero con agua sola que me cae cerca, contra la pared, y los pedazos vacíos se desparraman por el piso. Yo, a pesar de los relámpagos en la tapa de los sesos, trato de juntar los vidrios rotos, no todos, los que más puedo, mientras la tarde pasa pelada a los gritos de un pan casero.

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